Algunas notas sobre las implicancias políticas de la contraposición entre filosofía y poesía en Platón y Aristóteles
“[H]ablamos de
poesía para justificarnos por haberla desterrado de la ciudad, con todo derecho
evidentemente, y teniendo en cuenta la naturaleza de este arte: la razón nos lo
exigía. Además, para que la poseía misma no nos acuse de aspereza y rusticidad,
señalemos que es antiguo el desacuerdo entre la filosofía y la poesía, como lo
comprueban las siguientes expresiones: «la perra arisca que ladra contra su
amo»” (República: 607b).
Por Javier Vazquez Prieto.
Este conocido pasaje de República, que bien sirve de
introducción, es probablemente uno de los primeros fragmentos escritos que
registran lo que ya Platón considera un “viejo antagonismo”. Este trabajo se
propone investigar en qué consiste ese antiguo desacuerdo entre poesía y
filosofía, cuáles son sus implicancias y sus pretendidas “soluciones”. Con
miras a cumplir este objetivo, nos concentraremos en la obra de Platón y
Aristóteles, pensadores, ambos, que discurrieron sobre una gran variedad de
temas y, por supuesto, tanto la poesía como la filosofía, fueron algunos de los
temas centrales de su reflexión.
La pregunta que, de algún modo,
dispara este trabajo puede formularse del siguiente modo: ¿por qué si, tanto
Platón como Aristóteles, coinciden en superioridad de la filosofía respecto de
la poesía como forma de saber, ambos arriban a conclusiones diametralmente
opuestas respecto de su enfrentamiento y respecto de los efectos políticos de
ese conflicto? Más allá de ser capaz de encontrarla, toda pregunta busca una
respuesta. La respuesta que, a modo de hipótesis, proponemos, y que se buscará
si no corroborar, al menos indagar, es la que sigue. El conflicto entre poesía
y filosofía existe, para Platón, porque ésta última no puede demostrar
fundadamente su superioridad frente a aquella como aproximación a la naturaleza
de las cosas. En cambio, para Aristóteles, ese conflicto se diluye puesto que
la poesía tiene un fin enteramente distinto al de la filosofía y su aproximación
no puede ser sometida a criterios veracidad.
El contexto
del problema
Desde mediados del siglo VI a.C.
hasta fines del siglo V a.C., se comenzó a desarrollar lo que podríamos
denominar como un comienzo del pensamiento estético, esta tradición reunía tres
visiones filosóficas distintas, que versaban en torno a un temario común. Ese
temario común contenía los inicios de una reflexión acerca del arte.
La visión que se desarrolló más
temprano, allá por el siglo VI a.C., fue la pitagórica. Esta corriente presentaba
dos ideas características. Primero, una noción formal de belleza, según la cual
la belleza consistía en armonía, es decir, en un orden que dependía de la
magnitud y la adecuada proporción de las partes de un todo. Esta idea se
desarrolló inicialmente con respecto a la música, pero, luego, su ámbito de
aplicación se extendió hasta abarcar otras artes. Su impacto en el sentido
común de la época fue tan fuerte que, prácticamente, se convirtió en un axioma
del pensamiento estético. A tal punto fue así que, tanto Platón como
Aristóteles, van a aceptar y cuestionar esta idea en grados diversos, pero
siempre entrando en dialogo con ella. Una segunda idea de esta escuela era que
la música tenía la capacidad de ejercer una poderosa influencia en el auditorio.
Esta percepción de que la música ejercía un efecto psicológico moral –bueno o
malo– en el público también va a estar presente tanto en Platón como
Aristóteles, pero mientras que en aquél se expresará en su preocupación por la
educación, en éste se evidenciará en su análisis de la kátharsis.
En el siglo V a.C. aparecen las
otras dos visiones. Primero, la de los sofistas que introducen los inicios de
una reflexión respecto de las artes o técnicas (tékhne) y su oposición tanto a la naturaleza (phisis) como al azar o fortuna. Ellos introducen la distinción
entra las artes útiles y las placenteras (que nosotros llamaríamos “bellas
artes”). Esta distinción supone que aquellas persiguen un fin útil, mientras
que éstas últimas no tienen ninguna finalidad práctica o útil más allá de
provocar placer. Asimismo, la idea de belleza de la escuela sofística era una
idea sensualista y subjetiva. Sensualista porque se suponía que lo bello era lo
que causaba placer a los sentidos, y subjetiva porque ese placer varía en cada
quién. Esto suponía un criterio hedonista de lo bello que contrastaba con la
objetividad matemática de la idea de belleza propia de la escuela pitagórica.
Tanto Platón como Aristóteles serán críticos con la idea sofista de la belleza
por su evidente relativismo. Ambos aceptarán que es una característica de las
artes no útiles o “bellas” el producir placer, aunque se opondrán a que esa capacidad
de producir agrado a los sentidos sea la medida de su belleza.
Eduardo Sinnott consigna una
tercera visión, que atribuye a Sócrates. Aunque sin entrar en la inabarcable
discusión respecto de su persona “real”, se refiere a ciertos rasgos que, según
parece, Sócrates habría aportado al pensamiento de Platón y, a través de éste,
al de Aristóteles. En principio, habría influido a partir de la idea decisiva
de que lo propio de las artes “bellas” es su índole representativa (eikasía) y que lo propio de la
representación artística es la idealización. Ellas no producen objetos útiles,
sino representaciones de las cosas. Pero, además, lo hacen escogiendo lo que en
la naturaleza y en los hombres hay de bueno, esto es, escogiendo lo mejor para
producir una imagen idealizada. Sócrates estaba pensando en las artes plásticas
del período clásico, pero Platón y Aristóteles ampliaron sus nociones a las
artes en general y, además, incorporaron la noción técnica de “imitación” (mimesis), reemplazando a la más equivoca
de representación.
Algunas
nociones: tékhne, mímesis y poíesis
Antes de decir nada sobre el conflicto
entre poesía y filosofía es necesario aproximarnos a ver en qué consistiría la
noción de poesía en el mundo de la Grecia clásica. Esta búsqueda es, como puede
intuirse, muy compleja por las enormes divergencias del término entre aquél
mundo y el nuestro. Pero, para comenzar, se puede decir que lo que hoy llamamos
“arte”, para los griegos del siglo V a.C. era algo que se comprendía a partir
de una serie de conceptos: tékhne, mímesis y poíesis.
El concepto de tékhne designa cualquier destreza o
habilidad especializada que posee un cierto grado de sistematización y que es susceptible
de ser enseñada. Se diferencia de cualquier habilidad adquirida espontáneamente
o por azar. Esta noción agrupa especialmente a las actividades productivas,
cuyos productos hoy podríamos describirlos con el nombre de “artesanías”, pero
también involucraba una gama más amplia de oficios. Así podía hablarse tanto
del “arte” del carpintero, del alfarero, del zapatero como del arte del
escultor, del pintor o del poeta. En estos casos, la tékhne deja tras de sí un resultado o producto con existencia
propia y contingente. Pero también podía hablarse de la tékhne del piloto de navíos, del estratega militar, del médico;
aunque el arte de la navegación, la guerra y la medicina no producen en sentido
estricto un objeto. Sin embargo, también eran consideradas tékhnai.
La noción de mimesis se empleaba para describir lo que nosotros denominaríamos “obras
de arte”. Ella supone que el objeto es una copia una imitación de otra entidad (que
no siempre se trataba de un objeto material o real). Por ello sus traducciones usuales
(imitación y copia) no son del todo exactas. Para los griegos, tal como señala
Ricardo Ibarlucía, el arte es siempre una figuración, por eso la idea de mimesis supone una presentación, una
exposición o incluso la objetivación de una idea. Así podría decirse que las
artes “bellas” son mimetike teckhne,
técnicas o artes que producen cierto tipo de entidades a través de palabras,
sonidos, movimientos corporales, imágenes etc. Todos los géneros y todas las
especies del campo artístico comparten este rasgo: su naturaleza mimética.
Si pensamos que la tékhne es un saber productivo, un saber
orientado hacia la producción (poíesis),
llegamos a la última noción crucial dentro del campo estético griego. Esta noción
designa en general a cualquier objeto producido artificialmente, es decir, a
todo objeto que no resulte de la naturaleza (physis). Esta idea deriva del verbo poiein, que significa la actividad de producir algo, pero, poco a
poco, tal como señala Platón, la idea de poíesis
fue reservándose para designar la actividad de los poetas.
El
conflicto entre filosofía y poesía en el pensamiento platónico
En lo que hace a la obra de
Platón, es necesario aclarar que, por su carácter exotérico, se debe ser muy
cuidadoso en su interpretación. A diferencia de la mayor parte de la obra de
Aristóteles, los escritos platónicos estaban destinados a ser difundidos. Ellos
consisten en diálogos dónde diversos personajes (algunos de ellos personajes
históricos) conversan, discuten y relatan episodios. No está del todo claro si esos
encuentros existieron efectivamente, aunque la opinión preponderante es que la
mayoría de los diálogos son situaciones ficcionales creadas por el autor. El
problema que emerge es la ausencia de un criterio preciso para atribuir al
autor, Platón, concepciones que aparecen en boca de sus personajes. O sea, no
está claro si lo que Platón piensa es siempre, y sólo, lo que el personaje de
Sócrates dice. Puesto que este es un trabajo sobre el pensamiento platónico, se
expondrá las ideas que –a mi juicio– el autor sostiene. Empero, dado que esto supone
un trabajo interpretativo, lo dicho es susceptible de ser discutido.
La
técnica mimética
El tratamiento de los conceptos de
tékhne y de mímesis en el pensamiento platónico es complejo y, si bien es
permanentemente problematizada, no puede decirse con total certeza que alcance
una definición constante a lo largo de todos los diálogos. La definición de
estas nociones es más bien un problema, que un punto de partida.
En República, Platón reconoce una división entre aquellas artes que
son indispensables y aquellas que no son necesarias para la vida, colocando a
los poetas (y artistas en general) dentro de éste último grupo. Una ciudad debe
proveer, primero, a necesidades básicas. Pero, luego, Sócrates y Glaucón la
amplían hasta “llenarla de una multitud de personas cuya presencia en las
ciudades no tiene más razón que la de satisfacer los deseos no necesarios como
[…] los artistas que se dedican a la imitación por medio de figuras y colores,
y otros muchos por medio de la música, es decir, los poetas y su cortejo de
rapsodas, actores, bailarines” (373 b-c).
En este pasaje se separan las
formas artísticas en dos grandes grupos por el medio de la imitación. Primero, la que imitan por medio de las
figuras y los colores, que son la arquitectura, la pintura y la escultura.
Luego, estarían las que imitan por medio de la música, que comprendería la
danza, la música propiamente dicha y la poesía.
En el libro III de República, se hace un análisis del
estilo de las narraciones. Los poetas crean fábulas (mythos) sobre cosas pasadas presentes o futuras, pero éstas
narraciones pueden ser o bien simples o bien imitativas. Las “fábulas simples”
son aquellas en las que existe un narrador que habla en tercera persona de los
personajes. En cambio, las “narraciones imitativas” son aquellas en las que el
autor habla en nombre de otro, esto es, cuando hace que los personajes hablen en
primera persona. A esta se la llama “imitativa” en sentido estricto, ya que el poeta
imita copia el carácter y la forma de ser del personaje. También existe la
posibilidad de que la narración emplee ambas formas a la vez. Esta distinción
supone un criterio respecto del modo
de la fábula: si es simple, si es auténticamente imitativa, o si emplea ambos
recursos a la vez.
El ditirambo es un caso de
narración simple. Los poemas épicos y otros géneros emplean ambos formas. Y la
tragedia y la comedia son casos de narraciones imitativas puras en las que el
autor “suprime todo lo que podría decir por su cuenta en los discursos de los
personajes, dejando solamente el diálogo” (394b). Esta referencia nos hace
notar provocadoramente que la obra del propio Platón consiste en diálogos. Lo
que se está tratando de sugerir es que la diferencia entre poesía y filosofía no
es una diferencia de estilo, sino de objetivos.
También se insinúa, cuando Sócrates
señala que los guardianes no deben imitar conductas innobles o viciosas, una
distinción respecto de los objetos de
la imitación. De este modo, Platón distingue los objetos que los guerreros, pero
también la poesía, puede imitar: los hombres de bien, por un lado y, los vicios
y bajezas, por otro (395 a-d).
No obstante, en el libro X de República es dónde se anuncia el tratamiento
de la mímesis. Sócrates afirma que
existen tres clases de entidades y atribuye un creador a cada tipo de entidad.
El famoso ejemplo es el de la cama: existen tres clases de camas: una ideal o
esencial, que está inscripta en la naturaleza; otra es la cama en la que nos
acostamos, que se trata de una cama particular y cuyas propiedades son
contingentes; una tercer y última cama es la que figura en una pintura. El
creador de la primera cama es la divinidad, el de la segunda es el carpintero y
el de la última es el pintor.
Para decirlo más generalmente:
las ideas son las esencias universales, lo real en sí y por sí; las cosas
concretas son entidades particulares y mutables (puesto que sus accidentes
varían) y son menos reales que las ideas. Finalmente, los productos de las
artes imitativas propiamente dichas son considerados por Platón como éidolon, esto es, como apariencias, entidades
ilusorias, imágenes que engañan y que, por tanto, se hallan a tres grados de
distancia del ser, más lejos que las cosas particulares. Sócrates afirma,
asimismo, que el único creador absoluto
(ex nihilo) es la divinidad, los
otros dos, el carpintero y el pintor, son imitadores. El primero imita las
ideas, las entidades universales, mientras que el segundo imita las entidades
particulares.
No es oportuno analizar si Platón
realmente estaba convencido de que las ideas eran creadas por una divinidad.
Pero sí se puede discutir si Platón está hablando metafóricamente, o está
siendo literal, cuando afirma que el carpintero imita la idea de cama. Al
respecto, las opiniones de los comentaristas de Platón se hallan divididas.
Algunos afirman que el carpintero efectivamente es un imitador de las ideas.
Otros, en cambio, sostienen que las cosas no son imitación de las ideas, sino
que participan (méthexis) de ellas. La
posición más sólida parece ser ésta última, no sólo porque Platón afirma en
muchas ocasiones que las cosas particulares participan en diversos grados de
las ideas, sino porque la idea de mimesis
parece querer ser reservada para lo que nosotros llamaríamos arte, y en
particular para la tragedia. Esto además le permite resaltar la oposición entre
poesía y filosofía, tal como se aprecia aquí: “el poeta trágico, puesto que es
un imitador, estará naturalmente alejado en tres grados del rey y de la verdad,
como todos los demás imitadores” (597e). No hace falta señalar que, para
Platón, el rey es, además, filósofo.
El
carácter maniático de la poesía
Hasta aquí se ha expuesto en qué
consistiría la técnica propia del poeta. No obstante, en otras obras,
principalmente en Ion y Fedro, Platón da a entender que la
poesía no puede ser exclusivamente entendida como una técnica. Es necesario disponer
de una técnica para ser artista, pero el verdadero artista requiere de algo
más.
En Ion, Sócrates dialoga con un rapsoda, la persona que realizaba las
presentaciones teatrales en la antigua Grecia. Sócrates dice –algo
irónicamente– envidiar la profesión de los rapsodas porque ello permite tener
contacto con los mejores poetas, a los cuales se debe conocer en detalle. Ion
jactanciosamente responde que es cierto y que él está autorizado a hablar sobre
Homero mejor que nadie. Sócrates le
pregunta si es versado sólo en Homero, o también en Hesíodo o Arquiloco. Ion
responde que sólo en Homero. Entonces, Sócrates lo inquiere sobre si, respecto
de los tópicos a los que Homero se refiere, sabe por haberlo leído o por un
saber propio. Así demuestra que los rapsodas, aunque también los poetas, no
saben gran cosa sobre los tópicos de los que versan. Sobre adivinación sabe más
un adivino que un poeta.
La pregunta sobre la que Sócrates
insiste es cómo puede ser que sólo sea versado en Homero, ya que si fuese versado
en el arte de la poesía, podría hablar de todos los poetas. La conclusión que
Sócrates extrae es que lo de Ion no es una tékhne,
un arte. Sin embargo, aunque Ion no pueda hablar sobre otros poetas, él dice
cosas mucho más acertadas sobre Homero que los demás rapsodas.
Aquí Sócrates expone su teoría de
la manía: lo que le hace a Ion
ejecutar los poemas de Homero tan brillantemente no es un arte, una tékhne, sino una fuerza divina. La Musa
posee a los poetas y los hace componer obras brillantes. A su vez, los
rapsodas, se “entusiasman” y también actúan como si estuviesen poseídos. “Todos
los poetas épicos, los buenos, no dicen por arte sus bellos poemas, sino por
endiosados y posesos” (Ion, 533e). El
poeta crea, y crea mejor, cuando está poseído, “endiosado”, y ha perdido la
razón. Al hombre racional, le es muy difícil crear poemas.
A esta teoría de la posesión
divina se le une la alegoría de los anillos, según la cual los órdenes de manía
son diversos entre creador, intérprete y público. El primer anillo lo ocupan los
poetas, que se hallan poseídos por aquellas divinidades. El segundo lo ocupan los
rapsodas que son poseídos por los poetas. El último anillo lo ocupa el
auditorio que se halla poseído por los rapsodas. De este modo, Sócrates
concluye que los poetas interpretan a los dioses y los rapsodas son intérpretes
de los intérpretes. Así, Sócrates explica qué Ion puede ejecutar
maravillosamente a Homero, y sólo a él, puesto que se halla poseído por su
espíritu. El dialogo termina con Sócrates solicitando insistentemente que Ion
le diga cuál es el saber específico del arte del rapsoda. Ion ensaya varias respuestas
infructuosas, quedando en un aprieto y confirmando que si no puede responder es
porque, en sus ejecuciones, se halla poseso y no sabe lo que hace.
Adolfo Ruiz Díaz invita a matizar
la teoría de la manía y a no tomarla
en sentido literal. A su juicio Ion una faz negativa, rechazar el carácter universal
del saber que pretendían disponer los rapsodas y, en general, los poetas. Una de
las tesis centrales de Sócrates es que, desde la poesía, no se puede decidir la
verdad o la falsedad de los dichos del poeta acerca de un tópico (e.g. cómo
conducir un carro). La posibilidad de juzgar sólo corresponde al poseedor (e.g.
el auriga) del saber específico. “Este discernimiento del decir verdadero y del
decir falso, que Sócrates preconiza como ineludible para decidir acerca de la
condición del poeta y de la poesía, conduce, a la vez que lo supone, al arduo
tema del saber auténtico”.
A juicio de Ruiz Díaz, Platón
intenta exponer que la visión poética no proporciona un saber científico de las
cosas. La negativa de que el poeta dispone de un saber técnico tiene como
objetivo señalar que el acercamiento del poeta prescinde de conceptos previos.
“EI poeta no ve las cosas ya previamente recortadas por la interpretaci6n
generalizadora de las ideas. De ahí que el saber –o como quiera llamárselo– que
obtiene de las cosas es intrasmisible, supone la experiencia total del poeta y
por ello exige en el interprete y en el publico una comunicación simpática”.
El saber del poeta no es estrictamente una tékhne,
porque no es un saber concreto de una materia específica. Pero tampoco es un
saber filosófico, porque no busca la verdad, porque su aproximación a la
realidad prescinde de conceptos universales, de las ideas.
En Fedro, luego de que se lee el discurso de Lisias, Sócrates, por
vergüenza, se tapa la cara y hace un primer discurso donde define al amor como
un apetito desenfrenado. Cuando termina el discurso se queja con Fedro por lo
que le acaba de hacer decir y pide disculpas porque su propio discurso y el de
Lisias son impíos. Tanto el hecho de culpar a Fedro (algo absurdo, puesto que
éste no obliga a Sócrates a hablar) como el de pronunciar un primer discurso
con la cara tapada, sugieren –según entiendo– que lo que se pronuncia son
verdades que no se pueden decir a cara descubierta. Son verdades peligrosas,
porque contravienen el sentido común.
Luego, Sócrates se descubre la cara
y pronuncia un segundo discurso más conforme al sentido común. Comienza
diciendo que sólo si la locura fuese un mal, estaría bien decir que el amado debe
corresponder al que no le ama, puesto que esto evitaría la locura que supone el
estado de enamoramiento. Pero, continúa, no es tan evidente que la locura sea
un mal. La demencia puede ser un una donación que los dioses otorgan, por medio
de la cual nos llegan numerosos bienes. Aquí expone una nueva versión de la
teoría de la manía, distinguiendo cuatro
tipos. Primero, la manía profética. Segundo, una clase de manía que podríamos
denominar religiosa. Tercero, la manía poética, que proviene de las Musas e
inclina a los hombres a poetizar.
Luego,
Sócrates relata la alegoría de los carros tirados por dos caballos alados. Las
almas cuyo auriga logra gobernar el carro alcanzan un lugar que está por encima
del cielo. A ese lugar, “no lo ha relatado poeta alguno” (247c), dice Sócrates,
pero es el lugar de las esencias intangibles. Allí esas almas se alimentan de
lo divino, de la verdad, de la justicia y contemplan el verdadero ser. Luego,
llenas de verdad descienden hasta el cielo nuevamente. Esta es la vida de los
dioses. Pero las almas de los hombres, como tienen un caballo malo que las tira
hacia la tierra, se conducen dificultosamente. El auriga intenta asomar la
cabeza para entrever el lugar supraceleste. Pero “después de tantas penas,
tienen que irse sin haber podido alcanzar la visión del ser; y, una vez que se
han ido, les queda sólo la opinión por alimento” (248b).
La
metáfora es clara: el lugar supraceleste es la meta de la filosofía, el lugar
donde se halla las esencias, el verdadero ser, el lugar de la verdad. Pero esa
meta es enormemente difícil y sólo los dioses llegan allí. Los hombres nunca
alcanzan ese lugar que está por encima del cielo, sólo les queda la opinión.
Esto muestra que la filosofía busca la verdad aunque el camino es enormemente
difícil y su recompensa escaza.
Sin
embargo, la ley de Adrastea tiene el evidente objetivo de mostrar que la vida filosófica
es superior a la poesía. Ella prescribe que las que las almas que haya visto
algo de la llanura de la Verdad estarán indemnes hasta un nuevo giro celeste;
mientras que las que intentaron pero no pudieron ver nada de lo verdadero, caen
a la tierra y, en la primer generación, se implantan en un varón amante del
saber. Sólo en la quinta generación se implantará en un poeta. Además, la
recompensa para las almas que eligen la vida filosófica tres veces seguidas es
que pueden regresa mucho más rápido al cielo. Platón está intentando –evidentemente–
justificar la superioridad de la filosofía por sobre la poesía. Sin embargo, es
notable que para hacerlo tenga que recurrir a esta clase de mitos y alegorías.
Esto se debe a que –continuando con la metáfora– los hombres nunca pueden
seguir al séquito de los dioses al lugar supraceleste. Por esta razón, si la
filosofía nunca alcanza su meta, su superioridad frente a la poesía no puede
ser fundamentada sino afirmada mediante mitos.
Luego
de éste mito, Sócrates da cuenta de la cuarta forma de manía.
Esta
última forma de locura es, evidentemente, la filosofía. El elevarse de la
contemplación de los objetos bellos hasta la idea de belleza es la tarea de la
filosofía. Sin embargo, como el filósofo mira todo el día para arriba y se
olvida de las cosas de éste mundo, la multitud lo tiene por loco. Sócrates,
intentando una defensa del filósofo dice que se confunden, y que él es un
entusiasmado. Sócrates intenta revertir el mote peyorativo en algo positivo. No
sólo en algo positivo, sino en la mejor forma de manía. Sin embargo, Sócrates
no puede dejar de ser sincero: primero, sólo la mente del filósofo es alada,
pero él recuerda (anamnesis), “en la
medida de lo posible”, lo que vio en el lugar supra celeste, que como vimos no
era mucho; y segundo, sólo a él le salen alas, pero cuando quiere volar no
puede. Sin embargo, es el único que mira para arriba, los demás andan con la
mirada clavada en este mundo.
En suma, no creo que pueda
decirse que, en el pensamiento platónico, no exista ningún elemento técnico en
la poesía. No creo que la propuesta de Ion
deba entenderse como un rechazo absoluto del carácter técnico de la poesía. Creo,
más bien, que lo que se intenta sugerir tanto en Ion como en Fedro es que
la poesía no es meramente una técnica, sino algo más. Por eso, el poeta que
confía exclusivamente en la técnica, fracasa.
Aquí es donde entra a tallar la teoría de la manía. La capacidad del poeta no descansa exclusivamente en la
posesión de una técnica. La diferencia con un zapatero, es que éste es dueño de
su capacidad productiva, la aplica conscientemente y puede dar cuenta de ella.
El poeta, en cambio, “no sabe lo que hace” (Ion:
542a), no puede transmitir su talento y tampoco puede aplicarlo cuando lo
desea. A estos fines, las metáforas de la manía
y la posesión divina son enormemente útiles, ya que el poseso no es
estrictamente el que produciría la poesía, sino que sería la divinidad a través
de él. Esto le permite jugar a Platón con la idea que el poeta es mero
intérprete, que no puede dar cuenta de lo que hace, ya que la divinidad puede
dar o quitar esa donación.
Esta es una posible interpretación
de la teoría de la manía, que no la
toma en sentido literal. Este sentido se ve apoyado porque la metáfora de la
posesión también ayuda a distinguir la poesía de la filosofía. Así la poesía no
sería una técnica, pero tampoco un saber filosófico. El poeta no puede dar cuenta
de lo que hace y no se trata de un saber parcial, como el de una tékhne. Pero tampoco se trata de un
saber que tenga como objeto la verdad. El poeta, como antes decía Ruiz Díaz, no
tiene una aproximación conceptual a las cosas, tal como lo permite la filosofía.
La concepción
platónica de la filosofía
Hemos visto en qué consiste la
poesía para Platón, ahora es necesario hacer lo mismo respecto de la filosofía.
En una primer aproximación, que consta en República,
filósofo sería aquel que tiene deseos de aprender, aquel que ama el saber. Aquí
la noción estaría tomada en su acepción más básica, derivada su etimología.
El filósofo es el que ama y busca
aprender toda clase de ciencias
y, a su vez, la verdadera ciencia es el conocimiento respecto del todo, y no un
saber particular o especializado.
Por tanto, la filosofía es puede
entenderse como un deseo y una búsqueda, el deseo de conocimiento y la búsqueda
del saber. Sin embargo, este camino no garantiza resultados satisfactorios. La
filosofía es un camino en el que la meta se pospone indefinidamente: “a las
personas sensatas no les alcanza la vida para conversar sobre asuntos tan
importantes” (450b). Asimismo, el filósofo es aquel al que “le gusta contemplar
la verdad” (475e). Pero esto no quiere decir que ese resultado esté garantizado
de antemano.
Hacia el final del Libro V de Republica, Sócrates expone la diferencia
entre la filosofía, la opinión y la ignorancia. Las primeras dos son potencias,
capacidades en virtud de las cuales podemos hacer cosas. Las potencias se
distinguen por el objeto al que se aplican y por sus efectos. Ahora bien, la
ignorancia no es una potencia porque no se aplica nada, se aplica a lo que no
existe; y lo que no forma parte del ser, no puede ser conocido, sólo puede ser
ignorado. El conocimiento se aplica a lo que existe y lo que existe es verdadero
y puede ser conocido. La opinión se aplica a las cosas que están a mitad de
camino entre el ser y el no ser, y por ser cosas mutables son materia de
opinión. Los objetos de conocimiento son las ideas inmutables (lo bello, lo
justo, etc.) mientas que las cosas opinables son las cosas contingentes del
mundo (cosas bellas, cosas justas etc.). De este modo, la diferencia entre el filósofo
y el filodoxo sería que el primero
“cree que lo bello existe en sí mismo, y es capaz de percibir lo bello, ya sea
en lo que es bello de suyo, ya sea en las cosas que participan de su esencia,
sin confundirlas con lo bello, ni lo bello con ellas” (476d). En cambio, el filodoxo se ha resignado a la inexistencia
de las ideas inmutables, no reconoce la existencia de nada más allá de lo que
hay en este mundo, ha abandonado la posibilidad de conocer lo bello en si, o lo
justo en sí. En definitiva: ha abandonado la posibilidad de la verdad.
Sócrates afirma, además, que los
filósofos buscan ese “ese conocimiento del bien que es el más importante” (484e).
Esta es la principal razón por la que ellos deben gobernar. El conocimiento de
la idea de bien es el “estudio supremo”, sin cuyo conocimiento ningún otro
conocimiento tiene valor (505ª-b).
Sin embargo, estas afirmaciones
no dejan de tener un carácter provocador, puesto que el propio Sócrates, cuando
llega la hora de exponer en qué consiste la idea de bien se queja de que no es
correcto hablar de cosas que no se saben, propone simplemente dar su opinión y,
frente al reclamo de Glaucón, se declara incompetente para hablar de ese tema,
proponiendo a cambio abordarlo sólo a partir de sus derivados (506b-507a). Este
episodio parece enfatizar el carácter de búsqueda de la filosofía. El filósofo
siempre permanece en la búsqueda de la idea de bien, más allá de que no alcance
lo que persigue. Jamás
concluye que la verdad no existe, sólo por el hecho de no haberla encontrado. “Hay
personas, no obstante, que con todo se dan por satisfechas y creen que no es
necesario llevar más adelante las indagaciones” (504c). Estos no pueden ser
considerados filósofos, porque filósofo no es el que encuentra sino el que
busca.
El
conflicto entre poesía y filosofía
En el Libro II de Republica, Sócrates consigna una serie
de pasajes –sobre todo referidos a los dioses– escritos por poetas
–principalmente Hesíodo y Homero– que son consideradas inadmisibles (363a-364c).
Para Platón, el problema es que casi todos los griegos tenían conocimiento de los
dioses y la mitología a través de los poetas que relataban su origen y sus
mitos. Estos relatos tenían una evidente influencia en la educación, por la
cual Platón estaba tan preocupado. Por lo tanto, si los relatos que de los
dioses nos llegan son relatados por poetas que describen dioses injustos o arbitrarios,
el sentido edificante que esos relatos deberían tener se disuelve. Los poetas
describen un mundo, un cosmos que no está gobernado por la idea de bien. Si los
injustos son recompensados nos enfrentamos a un mundo en el que no existe
ningún ordenamiento natural o, incluso, un ordenamiento que premia el mal. De
este modo se trataría de un cosmos a-moral, en el mejor de los casos, o
inmoral, en el peor.
Sócrates ser el único que permanece
aferrado a la idea de que la justicia es buena en sí misma. Ya que, hasta
ahora, nadie se ha ocupado de hacer, ya sea “en prosa o en verso” un real
elogio de la justicia (366e-367a), Adimanto y Glaucón le reclaman a Sócrates
que lo haga. Sócrates les dice: “es preciso que haya en vosotros algo en verdad
divino para que no estéis persuadidos de que la justicia es superior a la
justicia, después de haber hablado sobre el tema con tal brillantez” (368 a-b).
Sócrates desconfía de su capacidad para pronunciar semejante discurso, pero aun
así lo va a intentar, ya que no concibe la posibilidad de traicionar la causa
de la justicia. Platón parece sugerir que Sócrates, Glaucón y Adimanto
comparten una ética filosófica (cetética). Los tres pueden estar convencidos de
la bondad de un valor, pero no van a aceptar esa bondad antes de demostrarla
racionalmente. Sin embargo, a diferencia de los poetas, tampoco se inclinan a
abandonar ese valor de un modo irresponsable, no sólo por los efectos nocivos
que puede acarrear el abandono de ese valor, sino por el hecho de que no es
propio de un filósofo concluir algo de modo tajante antes de haberlo demostrado
con certeza. Si no está demostrado que la justicia es un bien en sí, tampoco
está demostrado que no lo es.
Luego, Sócrates delinea la educación
que los guardianes deberían recibir. Esa exposición va a dejar en evidencia el conflicto
existente entre filosofía y poesía y la solución política que Platón va a
encontrar para éste: primero la sujeción de la poesía (principalmente de la
tragedia) a leyes estrictas y luego su exclusión. Sócrates le propone a
Adimanto “ni tu ni yo somos poetas, sino fundadores de una ciudad. Y a los
fundadores de una ciudad corresponde conocer las normas a que deben ceñirse los
poetasen la composición de sus fábulas e impedir que se aparten de ellas, pero
no así la creación de las fábulas” (379a). Los poetas deben crear las
historias, y los fundadores hacen las leyes que las regulan. Sin embargo, en su
experimento mental, los fundadores son al mismo tiempo los pensadores, los
filósofos. Este es el modo en se impone la superioridad de la filosofía por
sobre la poesía: por medio de leyes (que la regularan o la expulsarán), es
decir, políticamente.
Parece sintomático que esa
superioridad haya tenido que ser impuesta. El problema es que esa superioridad
no puede ser demostrada acabadamente, porque la propia filosofía no puede
conocer lo más importante, no puede exponer en qué consiste el bien, no puede
demostrar fehacientemente que la justicia sea un bien en sí, no puede conocer
lo bello en sí (tal como se aprecia en el Hipías
Mayor, que termina en una aporía). Si la propia filosofía, que reclama
tener acceso exclusivo a estos conocimientos, finalmente no los alcanza ¿cómo
podría demostrar que la poesía está equivocada, que los dioses no son
arbitrarios y mentirosos, que la justicia sólo es valiosa por las recompensas
que acarrea o que lo bello es lo que provoca placer? Esta imposibilidad de
fundar su superioridad es lo que desata el conflicto entre ambas. Platón está
convencido de la supremacía de la filosofía sobre la poesía,
pero al no poder demostrarla, decide imponerla. Esto sólo puede ocurrir en una
ciudad en la que sean los filósofos los que gobiernan.
En el libro X de República, Sócrates se propone
considerar a la tragedia y a “su padre”, Homero, quién posee reputación de
tener verdadero conocimiento respecto de lo relacionado al vicio y la virtud. A
Platón parece preocuparle que la opinión corriente considere que los poetas
poseen verdadero conocimiento de las cosas que imitan. Entonces, Sócrates
procura demostrar que esto no es cierto: las obras de los poetas son fáciles de
producir, aun desconociendo a la verdad, puesto que ellos imitan realidades
particulares, no las ideas. Imitan algo que ya es una imitación del verdadero
ser, por eso sus productos están a tres grados de distancia respecto de lo
verdadero y son meras apariencias.
Sin embargo, para demostrar esto, Sócrates recurre a la teoría de los tres
órdenes de la realidad y sostener que los el carpintero imita la idea de cama
cuando produce. Esto es bastante cuestionable como demostración.
Salta a la vista que los términos
de la disputa se presentan muy arquetípicamente. Si la poesía sólo construyese apariencias,
y la filosofía expusiese el conocimiento de la verdad, de lo bueno, lo justo y
lo bello, no habría conflicto. Se trataría saberes diferentes cada uno de los
cuales tiene su fin: una, el placer y, la otra, la verdad. El problema es que
la filosofía no puede exhibir resultados tan contundentes como para demostrar
su superioridad, allí se origina la disputa.
Aristóteles
y la dilución del antagonismo entre poesía y filosofía
Como antes se ha indicado, la
obra de Aristóteles se compone, en gran medida, de obras denominadas
esotéricas, esto es, de apuntes de clase. A diferencia de la obra de Platón, la
mayor parte de los textos aristotélicos no estaban destinados a ser publicados.
La Poética y la Metafísica son esa clase de textos. Por esta razón la exposición va
a tener un rasgo un tanto descriptivo, ya que se propone presentar a la poesía
tal como ella es y no criticarla por lo que ella debería ser, estrategia a la
que recurre Platón. Lo característico del enfoque aristotélico es el énfasis en
aspectos inmanentes de la poesía, en la autonomía de la composición poética y en
criterios específicos para su valoración. Este sesgo “intelectualista” de la Poética se opone a la concepción de la
poesía como una capacidad transmitida por las Musas y del poeta como un
inspirado e intérprete de esas divinidades, que era sentido común en la Grecia
clásica.
La
mímesis poética
En Metafísica, Aristóteles señala que, en general, toda técnica nace
cuando, de un cúmulo de experiencias que se refieren a una misma materia, se
elabora un juicio universal para todos los casos. Por eso, el carácter
especializado es propio de la técnica. Pero la técnica se diferencia de la
experiencia porque aquella conoce las causas, mientas que ésta sólo conoce los
hechos. La técnica es capaz de comprender, la experiencia no. Un aspecto
fundamental de la tékhne es, como ya
se dijo, su carácter sistemático, su sometimiento a reglas. Ella consiste en un
saber metódico, sujeto a pautas y, por tanto, transmisible. Esa sistematicidad,
por un lado, se pone de manifiesto en que el artista o artesano procede según
un plan deliberado. Ese plan deliberado supone, primero, un conocimiento de la
materia con la que se va a operar y, segundo, una idea definida de la forma que
habrá de ser aplicada a esa materia dando como resultado el objeto concebido.
La técnica, por tanto, no se trata de una capacidad irreflexiva o azarosa, sino
que persigue un fin concebido previamente. Por otro lado, la transmisibilidad
supone que todo arte, a diferencia de las capacidades naturales (como la vista,
el olfato etc.), es comunicable mediante el aprendizaje, es decir, gracias a la
exposición de las reglas que le son propias y mediante el ejemplo. En esto la
técnica también se distingue de la experiencia. Además, el hecho de que aquella
pueda ser enseñada, y la otra no, es signo de mayor complejidad en el saber.
Luego, Aristóteles presenta la
distinción en artes útiles y artes agradables que, como vimos, ya estaba
esbozada en República. Eduardo
Sinnott, señala que las artes o bien completan lo que la naturaleza no llega a
hacer o bien imitan lo que la naturaleza y el hombre han hecho. Éstas últimas,
las artes imitativas, no persiguen como fin la satisfacción de ninguna
necesidad material, sino su propio ejercicio o contemplación. Las artes
imitativas se corresponden, salvo en detalles, con las que nosotros llamaríamos
“bellas artes”.
Aristóteles agrega, en su Metafísica, que la invención de las
técnicas generó admiración para sus inventores, pero no por la utilidad que se
derivaba de sus invenciones, sino porque ello ponía de manifiesto la sabiduría
de sus creadores. Pero como unas fueron inventadas para satisfacer necesidades
y otras para el agrado, los inventores de estas últimas fueron tenidos por más
sabios, y se les otorgó mayor consideración. Sin embargo, Aristóteles aclara
que la ciencia no tiene como meta ni la necesidad ni el placer.
Lo que aquí interesa, entonces,
es el análisis que Aristóteles hace en la Poética
sobre las artes imitativas en particular, esto es, aquellas artes que no
satisfacen necesidades y que pueden ser denominadas poíetike tékhne.
El capítulo I de la Poética tiene como objeto exponer lo que sería el “sistema de las
artes”, determinar la naturaleza específica de la poética y determinar las
especies del género poético. Todas las especies de la poética coinciden en su
naturaleza mimética, pero se distinguen entre sí a partir de tres criterios: a)
el medio con el que imitan; b) el objeto que imitan y c) el modo en el que
imitan. No obstante, la naturaleza mimética no es sólo propia de la poesía
propiamente dicha sino de muchas otras “artes bellas”.
De acuerdo con el criterio de los
medios de la imitación las artes
imitativas se dividen en tres grupos: a) las artes plásticas, que imitan por
medio del color y la figura (pintura, escultura arquitectura); b) las artes
fónicas, que imitan por medio de la voz; c) la poesía propiamente dicha que imita
por medio del lenguaje, la armonía y el ritmo.
Las especies de la poesía se
distinguen, a su vez, por el hecho de emplear diversamente los medios que le
son propios. Por ejemplo, la música instrumental (aulética y citarística)
emplea sólo la armonía y el ritmo. La danza sólo emplea el ritmo. Luego están
las que emplean sólo el lenguaje, ya sea “desnudo” (prosa) –como los diálogos
socráticos o el mimo– o en verso
(con métrica) –como la poesía épica. Esta especie no tenía un nombre común para
los griegos, aunque nosotros lo llamaríamos literatura, ya sea en prosa o en
verso. Por último, están las que emplean los tres medios a la vez, sólo que
algunas (e.g. el ditirambo y en nomo) los emplean al mismo tiempo y otras (e.g.
la tragedia y la comedia) los emplean alternadamente.
El segundo criterio de distinción
de los productos de la mímesis era el objeto
de la imitación. La imitación es imitación de la acción (praxis) y de los que actúan. Dado que las acciones humanas y sus
agentes pueden ser buenas o malas, las imitaciones pueden mostrar a los hombres
como mejores, como peores, o tal cual como son.
El tercer criterio de distinción
es el modo en que se realiza la
imitación. Siguiendo este criterio, la imitación se puede hacer o bien
narrando, o bien imitando. El género narrativo emplea el discurso indirecto,
esto es, presenta un narrador que habla en tercera persona de los personajes.
El género dramático es imitativo por excelencia, la dramática emplea
exclusivamente el discurso directo, en ella nunca hay un narrador que hable por
sí mismo, el autor habla en primera persona como si fuese cada uno de los
personajes. Ahora bien el género narrativo presenta dos subespecies: una pura,
en la que no hay rastro alguno de discurso directo, o sea, el autor nunca hace
como si fuese uno de los personajes; y otra mixta en la que el autor recurre al
discurso directo, pero sólo hasta cierto punto.
Estos tres criterios de
distinción para clasificar los productos de la mimesis son sistematizados por
Aristóteles. Pero ya se encontraban esbozados en República.
La
“ciencia” filosófica
En Metafísica, Aristóteles señala que la ciencia no tiene como meta ni
el placer ni la utilidad. La verdadera ciencia, es decir, la filosofía, tiene
como meta la sabiduría. A su vez, "se concibe generalmente a la llamada
sabiduría como ocupada de las primeras causas y principios” (981b, 30). Luego,
establece una jerarquía de los saberes: primero se halla la ciencia teórica;
segundo, la técnica; tercero, la experiencia; y último la mera sensación. De
este modo, el técnico es más sabio que el empírico, pero que el que cultiva la
verdadera ciencia es más sabio que el técnico, esto es, que cualquier ciencia
productiva. Aristóteles no da un nombre al “científico”, pero es evidente que
se trata del filósofo y sería él el único que busca la verdadera sabiduría. A
su vez, “la sabiduría es la ciencia que se ocupa de determinados principios y
de determinadas causas” (982a, 1).
Luego, Aristóteles presenta una
serie de opiniones que comúnmente se tienen respecto del sabio y la sabiduría
y, a partir de esas opiniones corrientes, saca una serie de conclusiones
propias que arrojan luz sobre la naturaleza de la verdadera ciencia.
1-
El sabio lo sabe todo en la medida de lo
posible, sin tener la ciencia de cada cosa en particular. Corolario: el saberlo todo pertenece necesariamente al que posee en
sumo grado la ciencia universal.
2-
El sabio es aquel que puede conocer las
cosas difíciles y no de fácil acceso para el conocimiento humano más corriente,
que es el sensible. Corolario: el
conocimiento más difícil para los hombres es el de las cosas más universales
porque son las que están más alejadas de los sentidos.
3-
El más sabio en cualquier ciencia es
aquel que conoce con más exactitud y es más capaz de enseñar las causas de
aquello sobre los que versa su ciencia. Corolario:
las ciencias son más exactas cuanto más directamente se ocupan de los primeros
principios; y la ciencia que se ocupa de las causas primeras es también la más
susceptible de ser enseñada puesto que enseñar consiste en mostrar las causas.
4-
Se considera “sabiduría” en mayor medida
a aquellas ciencias a las que se elige por sí mismas y por el saber que
proporcionan, que a las que se busca a causa de sus resultados. Corolario: El conocer y el saber,
considerados en sí mismos, se encuentran fundamentalmente en la ciencia que
versa sobre lo más cognoscible; y lo más cognoscible son los primeros
principios y las causas primeras (pues mediante ellos y a partir de ellos se
conocen las demás cosas).
5-
Se considera “sabiduría” en mayor medida
a la ciencia dominante antes que a la subordinada, porque es propio del sabio
dar órdenes y no recibirlas. El más sabio no debe obedecer a otros, sino que
los menos sabios deben obedecerle a él. Corolario: la ciencia dominante, y
superior a la subordinada, es la que conoce el fin por el que debe hacerse cada
cosa. El fin de cada cosa es el bien que le es propio, y el fin de la
naturaleza toda es el bien supremo.
Luego, de estas opiniones y sus
corolarios, Aristóteles señala que “el nombre buscado” recae sobre la misma
ciencia, que es la que se ocupa de primeros principios y las causas primeras. Y
concluye “que [ésta] no se trata de una ciencia productiva [es decir, de una
técnica] es evidente ya por los que primero filosofaron” (982b 10-13). Esto
confirma que la ciencia teórica es la filosofía y despeja cualquier duda al
respecto.
La
disolución del antagonismo
En el capítulo IV de la Poética, Aristóteles expone los dos fundamentos
antropológicos de la poética. Por un lado, el imitar es connatural al hombre
desde su infancia. Además, el hombre halla agrado al contemplar los productos
de las imitaciones y logra sus primeros conocimientos de ese modo. “La causa de
eso es que el aprender es cosa muy agradable no solamente para los filósofos
sino también para los demás hombres; sólo que éstos toman parte en él en escasa
medida. Se halla, en efecto, agrado en mirar las imágenes porque ocurre que al
contemplarlas se aprende” (1448b 13-16). Por otro lado, el ritmo y la armonía
también son naturales en el hombre. La poesía tiene su origen en estas dos
tendencias naturales, que se fueron desarrollando a partir de las
improvisaciones. A partir de allí, ella se dividió de acuerdo a los caracteres
propios de los autores, puesto que los más serios buscaban imitar las acciones
buenas, mientras que los vulgares imitaron las malas.
De las especies poéticas que se
han visto, la comedia es imitación de hombres inferiores. La epopeya o épica,
al igual que la tragedia, es imitación en verso de acciones elevadas, pero
ambas difieren en el modo de la imitación: mientras que la épica es narrativa,
la tragedia pertenece al género dramático.
Recurriendo a los tres criterios
de distinción, Aristóteles define a la tragedia del siguiente modo (1449b
21-31). En cuanto a su objeto, ella
es una imitación de una acción elevada, acción que, además, es completa y posee
medida. En lo que hace a los medios,
posee un lenguaje sazonado en cada una de sus partes. Lo que se quiere decir
con “lenguaje sazonado” es que la tragedia apela a los tres medios de
imitación: el lenguaje, el ritmo y la armonía. En lo que toca al modo de la imitación, la tragedia imita
“actuando”, esto es, empleando el estilo directo, en el cual el autor habla
como si fuese cada uno de los personajes. El último aspecto a la definición de
la tragedia, que tiene que ver con sus resultados. En el plano de los efectos,
la tragedia suscita temor (phóbos) y
conmiseración (éleos) y, a través de
estos afectos, produce su purificación (kátharsis).
En la Poética, Aristóteles no define en ningún momento lo que entiende
por temor o conmiseración, o en qué consistiría la katharsis de esos afectos. Sin embargo, en su Retórica, él aborda este asunto. El temor consiste en “una pena o
turbación ocasionada por la representación de un mal inminente, capaz de causar
destrucción o pena” (1382a). A su vez, la compasión consiste en “una pena
causada por la presencia de un mal que aparece dañoso o afligente para quién no
merece tal suerte, mal que uno mismo o alguno de los suyos teme que podría
padecer, y esto, cuando pareciere próximo” (1385b). Sin embargo, “los que
reproducen los hechos ayudándose de los gestos, la voz, el vestido, y en
general la mímesis, mueven más a compasión, pues al poner el mal ante los ojos,
hacen que parezca más cercano, bien sea como futuro o como pasado” (1386b).
Aquí evidentemente se está refiriendo a la tragedia.
Si bien en la Política, Aristóteles reconoce ciertos
efectos éticos para la música, Eduardo Sinnott señala que es casi unánime la
opinión entre los especialistas que la kátharsis
tiene un sentido curativo, más que ético. Aún así es difícil decir si el
efecto emotivo producido por la tragedia es momentáneo o logra imprimirse en el
ethos del espectador produciendo
efectos morales más duraderos. Tampoco es función de la tragedia presentar
modelos o ejemplos a seguir, medio por el cual podría producir una función
educativa o formativa. En términos generales, la tragedia no es apta para
mostrar que la acción buena es premiada y que la acción mala es castigada. Así
que, desde éste punto de vista, no parece apropiada como instrumento
pedagógico.
A pesar de coincidir con Platón
en que no sería un instrumento pedagógico adecuado, Aristóteles no saca las
mismas conclusiones que aquél respecto de la tragedia. En términos generales,
éste no la condena, sino que incluso enfatiza esos efectos purificadores que se
han visto. Además, tampoco propone su regulación o su prohibición. Lo que explica
esto es, para Sinnott, que la reflexión aristotélica se sitúa en un punto más
sutil. Él reconoce el interés humano que la tragedia conlleva, no por su valor
educativo, sino por su valor hermenéutico. La construcción poética muestra, de
un modo no teórico, que la acción humana tiene sentido y así la hace
comprensible. La tragedia presenta a la acción humana desde el ángulo de la
universalidad, sacándola del azar y la contingencia al que, de otro modo,
quedarían arrojadas. La capacidad de este género para exponer, por ejemplo, la
tragedia del mal inmerecido, lejos de tener efectos negativos, como creía
Platón, tiene para Aristóteles un efecto positivo. La tragedia permite mostrar,
de modo contundente, los límites en los que se circunscribe la acción humana,
permite mostrar la posibilidad permanente del error. La tragedia pone en
evidencia la condición falible del género humano.
Esto puede verse claramente en el
capítulo IX de la Poética, donde
Aristóteles sostiene que “la función específica del poeta no es decir las cosas
que ocurrieron, sino decir las cosas como podrían ocurrir, esto es, las cosas
posibles según su verosimilitud y necesidad” (1451a 36- 1451b 1). En otros
términos: el relato poético no expone los hechos efectivamente ocurridos, tal
como ellos ocurrieron realmente, sino que expone la necesidad que conecta los
hechos –ficticios o no– que ocurren en la trama. El estudio histórico, en
cambio, si expone los hechos tal como ellos ocurrieron, sin mostrar la necesidad
con que ellos ocurren. Esto es lo que las diferencia y no el uso del verso. En
suma, la Historia expone lo particular, mientras que la poesía versa sobre lo
universal, y por eso ésta es superior y más filosófica que aquella.
Para Aristóteles, lo universal es
que un hombre de determinada cualidad diga o haga las cosas que responden a su
forma de ser. La relación que existe entre caracteres y acciones es universal.
Así la tragedia, y la poesía dramática en general, puede presentar personajes
ficticios o reales, acciones ficticias o tal como han sido transmitidas. Sea
como fuere, lo central es la verosimilitud y necesidad con que se presentan los
hechos que componen la trama. Y esto es absolutamente independiente de la
realidad de los hechos o la verdad del relato. Por eso, los hechos de la trama
no están sometidos a un criterio de veracidad, sino de necesidad y
verisimilitud.
Es por esto que Sinnott
acertadamente señala que no debe hacerse énfasis en el sentido literal de la
palabra imitación. Entender a la mímesis propia de la tragedia como una copia en
sentido estricto pasa por alto el sentido constructivo que esta actividad
tiene. Hablar de imitación de una realidad preexisten omite la autonomía que la
mimesis poética tiene respecto de un referente real. Sus productos no
concuerdan con la realidad, más bien divergen de ella. Los productos de la
mimesis poética no son reales y particulares, sino posibles y universales. La
trama es una construcción que puede o no presentar hechos reales, pero su
exposición se halla subordinada al ordenamiento de esa trama y a la necesidad
con que deben ser expuestos.
Para Aristóteles, lo que el poeta
produce es una totalidad de sentido imaginaria que es neutral respecto de la
verdad o la falsedad. No puede ser sometida al criterio de veracidad. Debe ser
verosímil, en el sentido de ser aceptable como acciones que podrían haber
ocurrido, y debe ser creíble, en el sentido de armonizar con las opiniones
corrientes, con el sentido común del público. El ámbito de la mimesis no es el
de la verdad. La poesía no busca la verdad, en cambio, propone un acercamiento
espontáneo, pre-científico, a las cosas. Pero, al expresar relaciones
probables, entra en el terreno de la universalidad, cosa que la aleja de la Historia
y la acerca a la filosofía, aunque siempre manteniendo una distancia respecto
de ésta.
Por esta razón, en Aristóteles, el
conflicto entre poesía y filosofía no se manifiesta. Casi podríamos que éste le
da una suerte de solución. La filosofía es, como ya se ha dicho, el saber que
busca la sabiduría y para ello se ocupa de indagar las causas primeras. La
poesía, en cambio, es una tékhne que
–como vimos– supone un conocimiento, y se origina en un deseo de saber, pero
que se halla explícitamente subordinada a la ciencia teórica. Sin embargo, esto
no representa un conflicto, como para Platón, porque el fin de la poesía es
otro muy distinto al de exponer la verdad. El fin de la poesía es el de
producir el efecto emotivo que se ha visto: suscitar temor y conmiseración y,
por ese medio, purificar esos afectos.
Conclusión
Hasta aquí se ha procurado
exponer en qué consiste, para Platón y Aristóteles, la técnica en general. Se
intentó mostrar qué clase de técnica es la mímesis y de que naturaleza son sus
productos. Asimismo, se intento precisar, más específicamente, la naturaleza
poética de esos productos y la forma en que ellos deben ser clasificados.
Dentro de los productos de la mímesis poética cobra especial relevancia, para
ambos autores, la tragedia. Ésta, como una de las formas de poesía, será
considerada por los filósofos, pero de modos muy divergentes en su evaluación.
También se procuró decir algo respecto de la supuesta condición de inspirado de
los poetas. Asimismo, se procuró explicar lo que ambos autores entendían por
filosofía. Y, finalmente, nos hemos concentrado en el conflicto entre poesía y
filosofía. Ahora, podemos presentar unos comentarios finales a modo de
recapitulación y conclusión.
En el caso de Platón, se procuró
mostrar que, en lo que hace a la filosofía, existe una crucial desproporción
entre sus metas y sus resultados. La filosofía es un tipo de saber que se
propone alcanzar lo más elevado. Ella busca alcanzar el mundo de las ideas,
esto es, la esencia de las cosas, más allá de su manifestación sensible. Se
propone alcanzar el mundo del verdadero ser; en una palabra: la verdad. Sin
embargo, con tan altos propósitos, las posibilidades de éxito son escazas. La
filosofía busca alcanzar el conocimiento de lo más importante y, por ello
mismo, de lo más difícil. La idea de bien, de justicia, de lo bello en sí son
sus metas, pero de ningún modo está garantizado que la filosofía pueda
demostrar su existencia y, mucho menos, exponer su contenido. Esto se pone de
manifiesto en numerosos pasajes de la vasta obra de Platón.
En República, primero Adimanto y, luego, Glaucón, le reclaman Sócrates
que diga en qué consiste el conocimiento superior, sin el cual ningún otro
conocimiento tiene sentido: la idea de bien. Ahora bien, cuando Sócrates se ve
en la situación de tener que explicar esta idea, comienza a dar rodeos y
termina confesando que este conocimiento no está a su alcance. A cambio, ofrece
sustitutos y metáforas. Propone hablar del hijo, dejando para otra oportunidad
el discurrir sobre el padre. También ofrece la metáfora del sol, pero la idea
de bien nunca es definida.
Otro diálogo en el que puede
apreciarse la desproporción entre las metas de la filosofía y sus resultados es
el Hipías Mayor. Allí Sócrates
desafía a Hipías a que le responda qué es lo bello. Mientras que éste responde,
aquel se ocupa de desarticular cada una de las respuestas del sofista. No
obstante, cuando le llega su oportunidad de definir qué es lo bello, se limita
a decir: “cosa difícil, lo bello”.
Estos episodios reafirman que la
filosofía es más una búsqueda que una respuesta, es más un camino que una
llegada. Para decirlo más precisamente: ella tiene un carácter cetético, es una
forma de conocimiento que se opone radicalmente a todo dogmatismo. Su carácter
cetético impide a la filosofía dar por válida cualquier afirmación que no esté
debidamente fundada. Esto, si bien la hace defensora de una búsqueda sin
concesiones de la verdad, la condena a ser incapaz de mostrar resultados
fehacientes. Sin embargo, el hecho de no poder mostrar la verdad de valores
como el bien, la justicia o la belleza, no conduce a la filosofía a abandonar
irresponsablemente esos valores; vicio en el que si incurre la poesía. Esto se
puede apreciar en el episodio en el cual Glaucón y Adimanto cuestionan los
argumentos que Sócrates ofrece para demostrar que la justicia es un bien en sí.
Los partenaires de Sócrates parecen
defender la injusticia, pero él se demuestra maravillado por el hecho de que,
después de haber hablado tan brillantemente en favor de la injusticia, no estén
convencidos de que ésta es superior a la justicia. En honor a sus discutidores,
Sócrates, a pesar de desconfiar de sus capacidades para demostrar que la
justicia es un bien, acomete la tarea, porque no puede traicionar tan noble
causa. En definitiva, esta actitud de responsabilidad, es coherente con la
filosofía porque si es cierto que no está demostrado que la justicia sea un
bien, tampoco está demostrado que no lo sea. Es de filósofos no renunciar nunca
a esa tarea.
La poesía, sobre todo la trágica,
es, en cambio, irresponsable y dogmática; y esto la torna peligrosa para la
educación de los jóvenes. Es dogmática porque concluye muy rápidamente (y sin
que haya sido demostrado) que los dioses son caprichosos y que el cosmos no
está ordenado conforme al bien. Esto no sería tan problemático si la poesía no
fuese lo que es, algo que agrada enormemente a los hombres. Si nadie escuchase
a los poetas, no habría problema. El problema es que todos escuchan a los
poetas y muy pocos a los filósofos. Esto es así porque aquellos agradan más y,
por lo general, se suele prestar más atención a aquello que agrada. Esto la
hace más peligrosa, ya que la opinión corriente está muy dispuesta a prestar su
consentimiento a las afirmaciones de los poetas porque ellos las presentan de
forma agradable.
El problema de la popularidad de
los poetas se completa con el descredito al que la filosofía está sometida en
la Grecia del siglo IV a.C. Piénsese solamente en la metáfora del barco que
aparece en República, dónde el
capitán-filósofo es asesinado por la multitud de marineros; y el intento de
tornar el mote de “loco” en algo positivo, de Fedro. Si los poetas presentan sus afirmaciones de forma agradable
y a los filósofos se los considera como “hombres preocupados por sutilezas”,
“mendigos” o locos, el panorama es desastroso. Si, además, los poetas –como
Homero– tienen fama de tener conocimiento verdadero sobre lo que versan, y a la
filosofía se la considera como vanos circunloquios, la búsqueda de la verdad
está perdida. Pero el problema no sólo es de la filosofía, sino también de la
ciudad, ya que las afirmaciones irresponsables de los poetas conducen a los
hombres a abandonar valores cruciales como el bien y la justicia.
Esto ocurre, en parte, por el
propio carácter de la filosofía. Si la filosofía fuese capaz de alcanzar lo que
se propone y fuese capaz de exponerlo, también podría demostrar
incontrovertiblemente su superioridad frente a la poesía. Y si fuese tan claro
que la filosofía es superior a la poesía, no habría conflicto alguno. Sin
embargo, hay conflicto, justamente, porque la filosofía no alcanza su meta y no
puede demostrar su superioridad. La poesía, en cambio, si alcanza –y con
creces– lo que promete: agradar. He aquí el origen del conflicto entre poesía y
filosofía.
Por esta razón, Platón, que está
convencido de la superioridad de la filosofía, termina imponiéndola al no poder
demostrarla. Él está seguro de que la filosofía es superior porque no abandona,
dogmatica e irresponsablemente, valores como el bien y la justicia. Sin
embargo, ante la imposibilidad de exponer esas ideas, la poesía permanece como
un rival popular de la filosofía. Platón recurre, entonces, a una estrategia
doble. Primero, a la imposición política de República
y, luego, a demostraciones alegóricas de la superioridad de la que está
convencido. Esto puede apreciarse en Fedro,
donde, por medio del mito de las almas, Platón intenta mostrar las ventajas de
la filosofía. En Banquete, el
simposio que se celebra debía terminar en un elogio de Agatón, el poeta trágico
que es dueño de la casa, y una de cuyas obras ha sido, además, recientemente
premiada en un certamen. Sin embargo, Alcibíades hace un elogio de Sócrates –el
filósofo– y no de Agatón. Más aún, cuando Sócrates se dispone a encomiar a
Agatón, irrumpe una cohorte de borrachos y el encomio al poeta trágico nunca se
produce. Como remate final, el narrador –Aristodemo– se duerme y lo último que
recuerda es que Sócrates está exponiendo frente a Agatón y Aristófanes, quienes
no lo escuchan por estar borrachos y casi dormidos. El tono irónico es evidente:
la superioridad del filósofo sobre el poeta trágico y el cómico se ha impuesto
no por raciocinios, sino por el hecho de que ha logrado permanecer despierto y
sobrio.
Aristóteles toma un camino
diferente que le permite no prestar mayor atención al conflicto entre poesía y
filosofía. Es más, casi podría decirse que él encuentra una solución a lo que,
para Platón, es un conflicto. Aristóteles expone con toda naturalidad que, como
saber, la ciencia teórica es superior a la poesía. La filosofía es mucho más
“ciencia” y mucho más “sabiduría” que la poesía.
Sin embargo, el punto no está
tanto en esta jerarquía, sino en el hecho de que sus fines son distintos. La
filosofía, según Aristóteles, es la ciencia que busca el conocimiento de las
causas primeras. Su fin es el conocimiento de los primeros principios, que no
son otra cosa que el bien. La poesía trágica, en cambio, tiene un fin
completamente distinto. Su meta y fin propio son la producción del efecto
emotivo que ya se ha explicado. La tragedia no tiene como meta acercarse a la
verdad, ella busca suscitar temor y conmiseración y, por esta vía, lograr la katharsis de esos afectos.
Además, sus productos, las obras
trágicas, no pueden ser sometidos a criterios de veracidad, son independientes
de las nociones de verdad y falsedad. La trama que la tragedia supone relata
acciones que deben presentarse como necesarias y verosímiles, pero no hace
falta que esos hechos hayan ocurrido efectivamente. De hecho, es la Historia la
que se ocupa de la exposición de los hechos particulares que realmente
ocurrieron. La tragedia, en cambio, se ocupa de algo que es universal, la
relación entre caracteres y acciones implicados en la trama. Esto hace que la
poesía sea “más filosófica” que la Historia. Sin embargo, esto no hace que se
identifique con la filosofía, porque ésta sí está sujeta a criterios de verdad;
mientras que la poesía trágica sólo debe ocuparse de que las acciones que
componen la trama sean verosímiles y sean presentados desde el punto de vista
de su necesariedad, pero en ningún momento persigue la verdad de sus productos.
En el pensamiento aristotélico el conflicto entre poesía y filosofía se diluye,
porque cada una tiene fines diferentes.
Bibliografía
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