lunes, 8 de junio de 2015

Material de Cátedra - Javier Vazquez Prieto

Algunas notas sobre las implicancias políticas de la contraposición entre filosofía y poesía en Platón y Aristóteles





“[H]ablamos de poesía para justificarnos por haberla desterrado de la ciudad, con todo derecho evidentemente, y teniendo en cuenta la naturaleza de este arte: la razón nos lo exigía. Además, para que la poseía misma no nos acuse de aspereza y rusticidad, señalemos que es antiguo el desacuerdo entre la filosofía y la poesía, como lo comprueban las siguientes expresiones: «la perra arisca que ladra contra su amo»” (República: 607b).




Por Javier Vazquez Prieto.

  
Este conocido pasaje de República, que bien sirve de introducción, es probablemente uno de los primeros fragmentos escritos que registran lo que ya Platón considera un “viejo antagonismo”. Este trabajo se propone investigar en qué consiste ese antiguo desacuerdo entre poesía y filosofía, cuáles son sus implicancias y sus pretendidas “soluciones”. Con miras a cumplir este objetivo, nos concentraremos en la obra de Platón y Aristóteles, pensadores, ambos, que discurrieron sobre una gran variedad de temas y, por supuesto, tanto la poesía como la filosofía, fueron algunos de los temas centrales de su reflexión.
La pregunta que, de algún modo, dispara este trabajo puede formularse del siguiente modo: ¿por qué si, tanto Platón como Aristóteles, coinciden en superioridad de la filosofía respecto de la poesía como forma de saber, ambos arriban a conclusiones diametralmente opuestas respecto de su enfrentamiento y respecto de los efectos políticos de ese conflicto? Más allá de ser capaz de encontrarla, toda pregunta busca una respuesta. La respuesta que, a modo de hipótesis, proponemos, y que se buscará si no corroborar, al menos indagar, es la que sigue. El conflicto entre poesía y filosofía existe, para Platón, porque ésta última no puede demostrar fundadamente su superioridad frente a aquella como aproximación a la naturaleza de las cosas. En cambio, para Aristóteles, ese conflicto se diluye puesto que la poesía tiene un fin enteramente distinto al de la filosofía y su aproximación no puede ser sometida a criterios veracidad.


El contexto del problema

Desde mediados del siglo VI a.C. hasta fines del siglo V a.C., se comenzó a desarrollar lo que podríamos denominar como un comienzo del pensamiento estético, esta tradición reunía tres visiones filosóficas distintas, que versaban en torno a un temario común. Ese temario común contenía los inicios de una reflexión acerca del arte.
La visión que se desarrolló más temprano, allá por el siglo VI a.C., fue la pitagórica. Esta corriente presentaba dos ideas características. Primero, una noción formal de belleza, según la cual la belleza consistía en armonía, es decir, en un orden que dependía de la magnitud y la adecuada proporción de las partes de un todo. Esta idea se desarrolló inicialmente con respecto a la música, pero, luego, su ámbito de aplicación se extendió hasta abarcar otras artes. Su impacto en el sentido común de la época fue tan fuerte que, prácticamente, se convirtió en un axioma del pensamiento estético. A tal punto fue así que, tanto Platón como Aristóteles, van a aceptar y cuestionar esta idea en grados diversos, pero siempre entrando en dialogo con ella. Una segunda idea de esta escuela era que la música tenía la capacidad de ejercer una poderosa influencia en el auditorio. Esta percepción de que la música ejercía un efecto psicológico moral –bueno o malo– en el público también va a estar presente tanto en Platón como Aristóteles, pero mientras que en aquél se expresará en su preocupación por la educación, en éste se evidenciará en su análisis de la kátharsis.
En el siglo V a.C. aparecen las otras dos visiones. Primero, la de los sofistas que introducen los inicios de una reflexión respecto de las artes o técnicas (tékhne) y su oposición tanto a la naturaleza (phisis) como al azar o fortuna. Ellos introducen la distinción entra las artes útiles y las placenteras (que nosotros llamaríamos “bellas artes”). Esta distinción supone que aquellas persiguen un fin útil, mientras que éstas últimas no tienen ninguna finalidad práctica o útil más allá de provocar placer. Asimismo, la idea de belleza de la escuela sofística era una idea sensualista y subjetiva. Sensualista porque se suponía que lo bello era lo que causaba placer a los sentidos, y subjetiva porque ese placer varía en cada quién. Esto suponía un criterio hedonista de lo bello que contrastaba con la objetividad matemática de la idea de belleza propia de la escuela pitagórica. Tanto Platón como Aristóteles serán críticos con la idea sofista de la belleza por su evidente relativismo. Ambos aceptarán que es una característica de las artes no útiles o “bellas” el producir placer, aunque se opondrán a que esa capacidad de producir agrado a los sentidos sea la medida de su belleza.
Eduardo Sinnott consigna una tercera visión, que atribuye a Sócrates. Aunque sin entrar en la inabarcable discusión respecto de su persona “real”, se refiere a ciertos rasgos que, según parece, Sócrates habría aportado al pensamiento de Platón y, a través de éste, al de Aristóteles. En principio, habría influido a partir de la idea decisiva de que lo propio de las artes “bellas” es su índole representativa (eikasía) y que lo propio de la representación artística es la idealización. Ellas no producen objetos útiles, sino representaciones de las cosas. Pero, además, lo hacen escogiendo lo que en la naturaleza y en los hombres hay de bueno, esto es, escogiendo lo mejor para producir una imagen idealizada. Sócrates estaba pensando en las artes plásticas del período clásico, pero Platón y Aristóteles ampliaron sus nociones a las artes en general y, además, incorporaron la noción técnica de “imitación” (mimesis), reemplazando a la más equivoca de representación.


Algunas nociones: tékhne, mímesis y poíesis

Antes de decir nada sobre el conflicto entre poesía y filosofía es necesario aproximarnos a ver en qué consistiría la noción de poesía en el mundo de la Grecia clásica. Esta búsqueda es, como puede intuirse, muy compleja por las enormes divergencias del término entre aquél mundo y el nuestro. Pero, para comenzar, se puede decir que lo que hoy llamamos “arte”, para los griegos del siglo V a.C. era algo que se comprendía a partir de una serie de conceptos: tékhne, mímesis y poíesis.
El concepto de tékhne designa cualquier destreza o habilidad especializada que posee un cierto grado de sistematización y que es susceptible de ser enseñada. Se diferencia de cualquier habilidad adquirida espontáneamente o por azar. Esta noción agrupa especialmente a las actividades productivas, cuyos productos hoy podríamos describirlos con el nombre de “artesanías”, pero también involucraba una gama más amplia de oficios. Así podía hablarse tanto del “arte” del carpintero, del alfarero, del zapatero como del arte del escultor, del pintor o del poeta. En estos casos, la tékhne deja tras de sí un resultado o producto con existencia propia y contingente. Pero también podía hablarse de la tékhne del piloto de navíos, del estratega militar, del médico; aunque el arte de la navegación, la guerra y la medicina no producen en sentido estricto un objeto. Sin embargo, también eran consideradas tékhnai.
La noción de mimesis se empleaba para describir lo que nosotros denominaríamos “obras de arte”. Ella supone que el objeto es una copia una imitación de otra entidad (que no siempre se trataba de un objeto material o real). Por ello sus traducciones usuales (imitación y copia) no son del todo exactas. Para los griegos, tal como señala Ricardo Ibarlucía, el arte es siempre una figuración, por eso la idea de mimesis supone una presentación, una exposición o incluso la objetivación de una idea. Así podría decirse que las artes “bellas” son mimetike teckhne, técnicas o artes que producen cierto tipo de entidades a través de palabras, sonidos, movimientos corporales, imágenes etc. Todos los géneros y todas las especies del campo artístico comparten este rasgo: su naturaleza mimética.
Si pensamos que la tékhne es un saber productivo, un saber orientado hacia la producción (poíesis), llegamos a la última noción crucial dentro del campo estético griego. Esta noción designa en general a cualquier objeto producido artificialmente, es decir, a todo objeto que no resulte de la naturaleza (physis). Esta idea deriva del verbo poiein, que significa la actividad de producir algo, pero, poco a poco, tal como señala Platón, la idea de poíesis fue reservándose para designar la actividad de los poetas.


El conflicto entre filosofía y poesía en el pensamiento platónico

En lo que hace a la obra de Platón, es necesario aclarar que, por su carácter exotérico, se debe ser muy cuidadoso en su interpretación. A diferencia de la mayor parte de la obra de Aristóteles, los escritos platónicos estaban destinados a ser difundidos. Ellos consisten en diálogos dónde diversos personajes (algunos de ellos personajes históricos) conversan, discuten y relatan episodios. No está del todo claro si esos encuentros existieron efectivamente, aunque la opinión preponderante es que la mayoría de los diálogos son situaciones ficcionales creadas por el autor. El problema que emerge es la ausencia de un criterio preciso para atribuir al autor, Platón, concepciones que aparecen en boca de sus personajes. O sea, no está claro si lo que Platón piensa es siempre, y sólo, lo que el personaje de Sócrates dice. Puesto que este es un trabajo sobre el pensamiento platónico, se expondrá las ideas que –a mi juicio– el autor sostiene. Empero, dado que esto supone un trabajo interpretativo, lo dicho es susceptible de ser discutido.

La técnica mimética
El tratamiento de los conceptos de tékhne y de mímesis en el pensamiento platónico es complejo y, si bien es permanentemente problematizada, no puede decirse con total certeza que alcance una definición constante a lo largo de todos los diálogos. La definición de estas nociones es más bien un problema, que un punto de partida.
En República, Platón reconoce una división entre aquellas artes que son indispensables y aquellas que no son necesarias para la vida, colocando a los poetas (y artistas en general) dentro de éste último grupo. Una ciudad debe proveer, primero, a necesidades básicas. Pero, luego, Sócrates y Glaucón la amplían hasta “llenarla de una multitud de personas cuya presencia en las ciudades no tiene más razón que la de satisfacer los deseos no necesarios como […] los artistas que se dedican a la imitación por medio de figuras y colores, y otros muchos por medio de la música, es decir, los poetas y su cortejo de rapsodas, actores, bailarines” (373 b-c).
En este pasaje se separan las formas artísticas en dos grandes grupos por el medio de la imitación. Primero, la que imitan por medio de las figuras y los colores, que son la arquitectura, la pintura y la escultura. Luego, estarían las que imitan por medio de la música, que comprendería la danza, la música propiamente dicha y la poesía.
En el libro III de República, se hace un análisis del estilo de las narraciones. Los poetas crean fábulas (mythos) sobre cosas pasadas presentes o futuras, pero éstas narraciones pueden ser o bien simples o bien imitativas. Las “fábulas simples” son aquellas en las que existe un narrador que habla en tercera persona de los personajes. En cambio, las “narraciones imitativas” son aquellas en las que el autor habla en nombre de otro, esto es, cuando hace que los personajes hablen en primera persona. A esta se la llama “imitativa” en sentido estricto, ya que el poeta imita copia el carácter y la forma de ser del personaje. También existe la posibilidad de que la narración emplee ambas formas a la vez. Esta distinción supone un criterio respecto del modo de la fábula: si es simple, si es auténticamente imitativa, o si emplea ambos recursos a la vez.
El ditirambo es un caso de narración simple. Los poemas épicos y otros géneros emplean ambos formas. Y la tragedia y la comedia son casos de narraciones imitativas puras en las que el autor “suprime todo lo que podría decir por su cuenta en los discursos de los personajes, dejando solamente el diálogo” (394b). Esta referencia nos hace notar provocadoramente que la obra del propio Platón consiste en diálogos. Lo que se está tratando de sugerir es que la diferencia entre poesía y filosofía no es una diferencia de estilo, sino de objetivos.
También se insinúa, cuando Sócrates señala que los guardianes no deben imitar conductas innobles o viciosas, una distinción respecto de los objetos de la imitación. De este modo, Platón distingue los objetos que los guerreros, pero también la poesía, puede imitar: los hombres de bien, por un lado y, los vicios y bajezas, por otro (395 a-d).
No obstante, en el libro X de República es dónde se anuncia el tratamiento de la mímesis. Sócrates afirma que existen tres clases de entidades y atribuye un creador a cada tipo de entidad. El famoso ejemplo es el de la cama: existen tres clases de camas: una ideal o esencial, que está inscripta en la naturaleza; otra es la cama en la que nos acostamos, que se trata de una cama particular y cuyas propiedades son contingentes; una tercer y última cama es la que figura en una pintura. El creador de la primera cama es la divinidad, el de la segunda es el carpintero y el de la última es el pintor.
Para decirlo más generalmente: las ideas son las esencias universales, lo real en sí y por sí; las cosas concretas son entidades particulares y mutables (puesto que sus accidentes varían) y son menos reales que las ideas. Finalmente, los productos de las artes imitativas propiamente dichas son considerados por Platón como éidolon, esto es, como apariencias, entidades ilusorias, imágenes que engañan y que, por tanto, se hallan a tres grados de distancia del ser, más lejos que las cosas particulares. Sócrates afirma, asimismo, que  el único creador absoluto (ex nihilo) es la divinidad, los otros dos, el carpintero y el pintor, son imitadores. El primero imita las ideas, las entidades universales, mientras que el segundo imita las entidades particulares.
No es oportuno analizar si Platón realmente estaba convencido de que las ideas eran creadas por una divinidad. Pero sí se puede discutir si Platón está hablando metafóricamente, o está siendo literal, cuando afirma que el carpintero imita la idea de cama. Al respecto, las opiniones de los comentaristas de Platón se hallan divididas. Algunos afirman que el carpintero efectivamente es un imitador de las ideas. Otros, en cambio, sostienen que las cosas no son imitación de las ideas, sino que participan (méthexis) de ellas. La posición más sólida parece ser ésta última, no sólo porque Platón afirma en muchas ocasiones que las cosas particulares participan en diversos grados de las ideas, sino porque la idea de mimesis parece querer ser reservada para lo que nosotros llamaríamos arte, y en particular para la tragedia. Esto además le permite resaltar la oposición entre poesía y filosofía, tal como se aprecia aquí: “el poeta trágico, puesto que es un imitador, estará naturalmente alejado en tres grados del rey y de la verdad, como todos los demás imitadores” (597e). No hace falta señalar que, para Platón, el rey es, además, filósofo.

El carácter maniático de la poesía
Hasta aquí se ha expuesto en qué consistiría la técnica propia del poeta. No obstante, en otras obras, principalmente en Ion y Fedro, Platón da a entender que la poesía no puede ser exclusivamente entendida como una técnica. Es necesario disponer de una técnica para ser artista, pero el verdadero artista requiere de algo más.
En Ion, Sócrates dialoga con un rapsoda, la persona que realizaba las presentaciones teatrales en la antigua Grecia. Sócrates dice –algo irónicamente– envidiar la profesión de los rapsodas porque ello permite tener contacto con los mejores poetas, a los cuales se debe conocer en detalle. Ion jactanciosamente responde que es cierto y que él está autorizado a hablar sobre Homero mejor que nadie.  Sócrates le pregunta si es versado sólo en Homero, o también en Hesíodo o Arquiloco. Ion responde que sólo en Homero. Entonces, Sócrates lo inquiere sobre si, respecto de los tópicos a los que Homero se refiere, sabe por haberlo leído o por un saber propio. Así demuestra que los rapsodas, aunque también los poetas, no saben gran cosa sobre los tópicos de los que versan. Sobre adivinación sabe más un adivino que un poeta.
La pregunta sobre la que Sócrates insiste es cómo puede ser que sólo sea versado en Homero, ya que si fuese versado en el arte de la poesía, podría hablar de todos los poetas. La conclusión que Sócrates extrae es que lo de Ion no es una tékhne, un arte. Sin embargo, aunque Ion no pueda hablar sobre otros poetas, él dice cosas mucho más acertadas sobre Homero que los demás rapsodas.
Aquí Sócrates expone su teoría de la manía: lo que le hace a Ion ejecutar los poemas de Homero tan brillantemente no es un arte, una tékhne, sino una fuerza divina. La Musa posee a los poetas y los hace componer obras brillantes. A su vez, los rapsodas, se “entusiasman” y también actúan como si estuviesen poseídos. “Todos los poetas épicos, los buenos, no dicen por arte sus bellos poemas, sino por endiosados y posesos” (Ion, 533e). El poeta crea, y crea mejor, cuando está poseído, “endiosado”, y ha perdido la razón. Al hombre racional, le es muy difícil crear poemas.
A esta teoría de la posesión divina se le une la alegoría de los anillos, según la cual los órdenes de manía son diversos entre creador, intérprete y público. El primer anillo lo ocupan los poetas, que se hallan poseídos por aquellas divinidades. El segundo lo ocupan los rapsodas que son poseídos por los poetas. El último anillo lo ocupa el auditorio que se halla poseído por los rapsodas. De este modo, Sócrates concluye que los poetas interpretan a los dioses y los rapsodas son intérpretes de los intérpretes. Así, Sócrates explica qué Ion puede ejecutar maravillosamente a Homero, y sólo a él, puesto que se halla poseído por su espíritu. El dialogo termina con Sócrates solicitando insistentemente que Ion le diga cuál es el saber específico del arte del rapsoda. Ion ensaya varias respuestas infructuosas, quedando en un aprieto y confirmando que si no puede responder es porque, en sus ejecuciones, se halla poseso y no sabe lo que hace.
Adolfo Ruiz Díaz invita a matizar la teoría de la manía y a no tomarla en sentido literal. A su juicio Ion una faz negativa, rechazar el carácter universal del saber que pretendían disponer los rapsodas y, en general, los poetas. Una de las tesis centrales de Sócrates es que, desde la poesía, no se puede decidir la verdad o la falsedad de los dichos del poeta acerca de un tópico (e.g. cómo conducir un carro). La posibilidad de juzgar sólo corresponde al poseedor (e.g. el auriga) del saber específico. “Este discernimiento del decir verdadero y del decir falso, que Sócrates preconiza como ineludible para decidir acerca de la condición del poeta y de la poesía, conduce, a la vez que lo supone, al arduo tema del saber auténtico”[1].
A juicio de Ruiz Díaz, Platón intenta exponer que la visión poética no proporciona un saber científico de las cosas. La negativa de que el poeta dispone de un saber técnico tiene como objetivo señalar que el acercamiento del poeta prescinde de conceptos previos. “EI poeta no ve las cosas ya previamente recortadas por la interpretaci6n generalizadora de las ideas. De ahí que el saber –o como quiera llamárselo– que obtiene de las cosas es intrasmisible, supone la experiencia total del poeta y por ello exige en el interprete y en el publico una comunicación simpática”[2]. El saber del poeta no es estrictamente una tékhne, porque no es un saber concreto de una materia específica. Pero tampoco es un saber filosófico, porque no busca la verdad, porque su aproximación a la realidad prescinde de conceptos universales, de las ideas.
En Fedro, luego de que se lee el discurso de Lisias, Sócrates, por vergüenza, se tapa la cara y hace un primer discurso donde define al amor como un apetito desenfrenado. Cuando termina el discurso se queja con Fedro por lo que le acaba de hacer decir y pide disculpas porque su propio discurso y el de Lisias son impíos. Tanto el hecho de culpar a Fedro (algo absurdo, puesto que éste no obliga a Sócrates a hablar) como el de pronunciar un primer discurso con la cara tapada, sugieren –según entiendo– que lo que se pronuncia son verdades que no se pueden decir a cara descubierta. Son verdades peligrosas, porque contravienen el sentido común.
Luego, Sócrates se descubre la cara y pronuncia un segundo discurso más conforme al sentido común. Comienza diciendo que sólo si la locura fuese un mal, estaría bien decir que el amado debe corresponder al que no le ama, puesto que esto evitaría la locura que supone el estado de enamoramiento. Pero, continúa, no es tan evidente que la locura sea un mal. La demencia puede ser un una donación que los dioses otorgan, por medio de la cual nos llegan numerosos bienes. Aquí expone una nueva versión de la teoría de la manía, distinguiendo cuatro tipos. Primero, la manía profética. Segundo, una clase de manía que podríamos denominar religiosa. Tercero, la manía poética, que proviene de las Musas e inclina a los hombres a poetizar.
Luego, Sócrates relata la alegoría de los carros tirados por dos caballos alados. Las almas cuyo auriga logra gobernar el carro alcanzan un lugar que está por encima del cielo. A ese lugar, “no lo ha relatado poeta alguno” (247c), dice Sócrates, pero es el lugar de las esencias intangibles. Allí esas almas se alimentan de lo divino, de la verdad, de la justicia y contemplan el verdadero ser. Luego, llenas de verdad descienden hasta el cielo nuevamente. Esta es la vida de los dioses. Pero las almas de los hombres, como tienen un caballo malo que las tira hacia la tierra, se conducen dificultosamente. El auriga intenta asomar la cabeza para entrever el lugar supraceleste. Pero “después de tantas penas, tienen que irse sin haber podido alcanzar la visión del ser; y, una vez que se han ido, les queda sólo la opinión por alimento” (248b).
La metáfora es clara: el lugar supraceleste es la meta de la filosofía, el lugar donde se halla las esencias, el verdadero ser, el lugar de la verdad. Pero esa meta es enormemente difícil y sólo los dioses llegan allí. Los hombres nunca alcanzan ese lugar que está por encima del cielo, sólo les queda la opinión. Esto muestra que la filosofía busca la verdad aunque el camino es enormemente difícil y su recompensa escaza.
Sin embargo, la ley de Adrastea tiene el evidente objetivo de mostrar que la vida filosófica es superior a la poesía. Ella prescribe que las que las almas que haya visto algo de la llanura de la Verdad estarán indemnes hasta un nuevo giro celeste; mientras que las que intentaron pero no pudieron ver nada de lo verdadero, caen a la tierra y, en la primer generación, se implantan en un varón amante del saber. Sólo en la quinta generación se implantará en un poeta. Además, la recompensa para las almas que eligen la vida filosófica tres veces seguidas es que pueden regresa mucho más rápido al cielo. Platón está intentando –evidentemente– justificar la superioridad de la filosofía por sobre la poesía. Sin embargo, es notable que para hacerlo tenga que recurrir a esta clase de mitos y alegorías. Esto se debe a que –continuando con la metáfora– los hombres nunca pueden seguir al séquito de los dioses al lugar supraceleste. Por esta razón, si la filosofía nunca alcanza su meta, su superioridad frente a la poesía no puede ser fundamentada sino afirmada mediante mitos.
Luego de éste mito, Sócrates da cuenta de la cuarta forma de manía[3]. Esta última forma de locura es, evidentemente, la filosofía. El elevarse de la contemplación de los objetos bellos hasta la idea de belleza es la tarea de la filosofía. Sin embargo, como el filósofo mira todo el día para arriba y se olvida de las cosas de éste mundo, la multitud lo tiene por loco. Sócrates, intentando una defensa del filósofo dice que se confunden, y que él es un entusiasmado. Sócrates intenta revertir el mote peyorativo en algo positivo. No sólo en algo positivo, sino en la mejor forma de manía. Sin embargo, Sócrates no puede dejar de ser sincero: primero, sólo la mente del filósofo es alada, pero él recuerda (anamnesis), “en la medida de lo posible”, lo que vio en el lugar supra celeste, que como vimos no era mucho; y segundo, sólo a él le salen alas, pero cuando quiere volar no puede. Sin embargo, es el único que mira para arriba, los demás andan con la mirada clavada en este mundo.
En suma, no creo que pueda decirse que, en el pensamiento platónico, no exista ningún elemento técnico en la poesía. No creo que la propuesta de Ion deba entenderse como un rechazo absoluto del carácter técnico de la poesía. Creo, más bien, que lo que se intenta sugerir tanto en Ion como en Fedro es que la poesía no es meramente una técnica, sino algo más. Por eso, el poeta que confía exclusivamente en la técnica, fracasa[4]. Aquí es donde entra a tallar la teoría de la manía. La capacidad del poeta no descansa exclusivamente en la posesión de una técnica. La diferencia con un zapatero, es que éste es dueño de su capacidad productiva, la aplica conscientemente y puede dar cuenta de ella. El poeta, en cambio, “no sabe lo que hace” (Ion: 542a), no puede transmitir su talento y tampoco puede aplicarlo cuando lo desea. A estos fines, las metáforas de la manía y la posesión divina son enormemente útiles, ya que el poseso no es estrictamente el que produciría la poesía, sino que sería la divinidad a través de él. Esto le permite jugar a Platón con la idea que el poeta es mero intérprete, que no puede dar cuenta de lo que hace, ya que la divinidad puede dar o quitar esa donación.
Esta es una posible interpretación de la teoría de la manía, que no la toma en sentido literal. Este sentido se ve apoyado porque la metáfora de la posesión también ayuda a distinguir la poesía de la filosofía. Así la poesía no sería una técnica, pero tampoco un saber filosófico. El poeta no puede dar cuenta de lo que hace y no se trata de un saber parcial, como el de una tékhne. Pero tampoco se trata de un saber que tenga como objeto la verdad. El poeta, como antes decía Ruiz Díaz, no tiene una aproximación conceptual a las cosas, tal como lo permite la filosofía.

La concepción platónica de la filosofía
Hemos visto en qué consiste la poesía para Platón, ahora es necesario hacer lo mismo respecto de la filosofía. En una primer aproximación, que consta en República, filósofo sería aquel que tiene deseos de aprender, aquel que ama el saber. Aquí la noción estaría tomada en su acepción más básica, derivada su etimología.
El filósofo es el que ama y busca aprender toda clase de ciencias[5] y, a su vez, la verdadera ciencia es el conocimiento respecto del todo, y no un saber particular o especializado[6].  Por tanto, la filosofía es puede entenderse como un deseo y una búsqueda, el deseo de conocimiento y la búsqueda del saber. Sin embargo, este camino no garantiza resultados satisfactorios. La filosofía es un camino en el que la meta se pospone indefinidamente: “a las personas sensatas no les alcanza la vida para conversar sobre asuntos tan importantes” (450b). Asimismo, el filósofo es aquel al que “le gusta contemplar la verdad” (475e). Pero esto no quiere decir que ese resultado esté garantizado de antemano.
Hacia el final del Libro V de Republica, Sócrates expone la diferencia entre la filosofía, la opinión y la ignorancia. Las primeras dos son potencias, capacidades en virtud de las cuales podemos hacer cosas. Las potencias se distinguen por el objeto al que se aplican y por sus efectos. Ahora bien, la ignorancia no es una potencia porque no se aplica nada, se aplica a lo que no existe; y lo que no forma parte del ser, no puede ser conocido, sólo puede ser ignorado. El conocimiento se aplica a lo que existe y lo que existe es verdadero y puede ser conocido. La opinión se aplica a las cosas que están a mitad de camino entre el ser y el no ser, y por ser cosas mutables son materia de opinión. Los objetos de conocimiento son las ideas inmutables (lo bello, lo justo, etc.) mientas que las cosas opinables son las cosas contingentes del mundo (cosas bellas, cosas justas etc.). De este modo, la diferencia entre el filósofo y el filodoxo sería que el primero “cree que lo bello existe en sí mismo, y es capaz de percibir lo bello, ya sea en lo que es bello de suyo, ya sea en las cosas que participan de su esencia, sin confundirlas con lo bello, ni lo bello con ellas” (476d). En cambio, el filodoxo se ha resignado a la inexistencia de las ideas inmutables, no reconoce la existencia de nada más allá de lo que hay en este mundo, ha abandonado la posibilidad de conocer lo bello en si, o lo justo en sí. En definitiva: ha abandonado la posibilidad de la verdad[7].
Sócrates afirma, además, que los filósofos buscan ese “ese conocimiento del bien que es el más importante” (484e). Esta es la principal razón por la que ellos deben gobernar. El conocimiento de la idea de bien es el “estudio supremo”, sin cuyo conocimiento ningún otro conocimiento tiene valor (505ª-b).
Sin embargo, estas afirmaciones no dejan de tener un carácter provocador, puesto que el propio Sócrates, cuando llega la hora de exponer en qué consiste la idea de bien se queja de que no es correcto hablar de cosas que no se saben, propone simplemente dar su opinión y, frente al reclamo de Glaucón, se declara incompetente para hablar de ese tema, proponiendo a cambio abordarlo sólo a partir de sus derivados (506b-507a). Este episodio parece enfatizar el carácter de búsqueda de la filosofía. El filósofo siempre permanece en la búsqueda de la idea de bien, más allá de que no alcance lo que persigue[8]. Jamás concluye que la verdad no existe, sólo por el hecho de no haberla encontrado. “Hay personas, no obstante, que con todo se dan por satisfechas y creen que no es necesario llevar más adelante las indagaciones” (504c). Estos no pueden ser considerados filósofos, porque filósofo no es el que encuentra sino el que busca.

El conflicto entre poesía y filosofía
En el Libro II de Republica, Sócrates consigna una serie de pasajes –sobre todo referidos a los dioses– escritos por poetas –principalmente Hesíodo y Homero– que son consideradas inadmisibles (363a-364c). Para Platón, el problema es que casi todos los griegos tenían conocimiento de los dioses y la mitología a través de los poetas que relataban su origen y sus mitos. Estos relatos tenían una evidente influencia en la educación, por la cual Platón estaba tan preocupado. Por lo tanto, si los relatos que de los dioses nos llegan son relatados por poetas que describen dioses injustos o arbitrarios, el sentido edificante que esos relatos deberían tener se disuelve. Los poetas describen un mundo, un cosmos que no está gobernado por la idea de bien. Si los injustos son recompensados nos enfrentamos a un mundo en el que no existe ningún ordenamiento natural o, incluso, un ordenamiento que premia el mal. De este modo se trataría de un cosmos a-moral, en el mejor de los casos, o inmoral, en el peor.
Sócrates ser el único que permanece aferrado a la idea de que la justicia es buena en sí misma. Ya que, hasta ahora, nadie se ha ocupado de hacer, ya sea “en prosa o en verso” un real elogio de la justicia (366e-367a), Adimanto y Glaucón le reclaman a Sócrates que lo haga. Sócrates les dice: “es preciso que haya en vosotros algo en verdad divino para que no estéis persuadidos de que la justicia es superior a la justicia, después de haber hablado sobre el tema con tal brillantez” (368 a-b). Sócrates desconfía de su capacidad para pronunciar semejante discurso, pero aun así lo va a intentar, ya que no concibe la posibilidad de traicionar la causa de la justicia. Platón parece sugerir que Sócrates, Glaucón y Adimanto comparten una ética filosófica (cetética). Los tres pueden estar convencidos de la bondad de un valor, pero no van a aceptar esa bondad antes de demostrarla racionalmente. Sin embargo, a diferencia de los poetas, tampoco se inclinan a abandonar ese valor de un modo irresponsable, no sólo por los efectos nocivos que puede acarrear el abandono de ese valor, sino por el hecho de que no es propio de un filósofo concluir algo de modo tajante antes de haberlo demostrado con certeza. Si no está demostrado que la justicia es un bien en sí, tampoco está demostrado que no lo es.
Luego, Sócrates delinea la educación que los guardianes deberían recibir. Esa exposición va a dejar en evidencia el conflicto existente entre filosofía y poesía y la solución política que Platón va a encontrar para éste: primero la sujeción de la poesía (principalmente de la tragedia) a leyes estrictas y luego su exclusión. Sócrates le propone a Adimanto “ni tu ni yo somos poetas, sino fundadores de una ciudad. Y a los fundadores de una ciudad corresponde conocer las normas a que deben ceñirse los poetasen la composición de sus fábulas e impedir que se aparten de ellas, pero no así la creación de las fábulas” (379a). Los poetas deben crear las historias, y los fundadores hacen las leyes que las regulan. Sin embargo, en su experimento mental, los fundadores son al mismo tiempo los pensadores, los filósofos. Este es el modo en se impone la superioridad de la filosofía por sobre la poesía: por medio de leyes (que la regularan o la expulsarán), es decir, políticamente.
Parece sintomático que esa superioridad haya tenido que ser impuesta. El problema es que esa superioridad no puede ser demostrada acabadamente, porque la propia filosofía no puede conocer lo más importante, no puede exponer en qué consiste el bien, no puede demostrar fehacientemente que la justicia sea un bien en sí, no puede conocer lo bello en sí (tal como se aprecia en el Hipías Mayor, que termina en una aporía). Si la propia filosofía, que reclama tener acceso exclusivo a estos conocimientos, finalmente no los alcanza ¿cómo podría demostrar que la poesía está equivocada, que los dioses no son arbitrarios y mentirosos, que la justicia sólo es valiosa por las recompensas que acarrea o que lo bello es lo que provoca placer? Esta imposibilidad de fundar su superioridad es lo que desata el conflicto entre ambas. Platón está convencido de la supremacía de la filosofía sobre la poesía[9], pero al no poder demostrarla, decide imponerla. Esto sólo puede ocurrir en una ciudad en la que sean los filósofos los que gobiernan.
En el libro X de República, Sócrates se propone considerar a la tragedia y a “su padre”, Homero, quién posee reputación de tener verdadero conocimiento respecto de lo relacionado al vicio y la virtud. A Platón parece preocuparle que la opinión corriente considere que los poetas poseen verdadero conocimiento de las cosas que imitan. Entonces, Sócrates procura demostrar que esto no es cierto: las obras de los poetas son fáciles de producir, aun desconociendo a la verdad, puesto que ellos imitan realidades particulares, no las ideas. Imitan algo que ya es una imitación del verdadero ser, por eso sus productos están a tres grados de distancia respecto de lo verdadero y son meras apariencias[10]. Sin embargo, para demostrar esto, Sócrates recurre a la teoría de los tres órdenes de la realidad y sostener que los el carpintero imita la idea de cama cuando produce. Esto es bastante cuestionable como demostración.
Salta a la vista que los términos de la disputa se presentan muy arquetípicamente. Si la poesía sólo construyese apariencias, y la filosofía expusiese el conocimiento de la verdad, de lo bueno, lo justo y lo bello, no habría conflicto. Se trataría saberes diferentes cada uno de los cuales tiene su fin: una, el placer y, la otra, la verdad. El problema es que la filosofía no puede exhibir resultados tan contundentes como para demostrar su superioridad, allí se origina la disputa.


Aristóteles y la dilución del antagonismo entre poesía y filosofía

Como antes se ha indicado, la obra de Aristóteles se compone, en gran medida, de obras denominadas esotéricas, esto es, de apuntes de clase. A diferencia de la obra de Platón, la mayor parte de los textos aristotélicos no estaban destinados a ser publicados. La Poética y la Metafísica son esa clase de textos. Por esta razón la exposición va a tener un rasgo un tanto descriptivo, ya que se propone presentar a la poesía tal como ella es y no criticarla por lo que ella debería ser, estrategia a la que recurre Platón. Lo característico del enfoque aristotélico es el énfasis en aspectos inmanentes de la poesía, en la autonomía de la composición poética y en criterios específicos para su valoración. Este sesgo “intelectualista” de la Poética se opone a la concepción de la poesía como una capacidad transmitida por las Musas y del poeta como un inspirado e intérprete de esas divinidades, que era sentido común en la Grecia clásica.

La mímesis poética
En Metafísica, Aristóteles señala que, en general, toda técnica nace cuando, de un cúmulo de experiencias que se refieren a una misma materia, se elabora un juicio universal para todos los casos. Por eso, el carácter especializado es propio de la técnica. Pero la técnica se diferencia de la experiencia porque aquella conoce las causas, mientas que ésta sólo conoce los hechos. La técnica es capaz de comprender, la experiencia no. Un aspecto fundamental de la tékhne es, como ya se dijo, su carácter sistemático, su sometimiento a reglas. Ella consiste en un saber metódico, sujeto a pautas y, por tanto, transmisible. Esa sistematicidad, por un lado, se pone de manifiesto en que el artista o artesano procede según un plan deliberado. Ese plan deliberado supone, primero, un conocimiento de la materia con la que se va a operar y, segundo, una idea definida de la forma que habrá de ser aplicada a esa materia dando como resultado el objeto concebido. La técnica, por tanto, no se trata de una capacidad irreflexiva o azarosa, sino que persigue un fin concebido previamente. Por otro lado, la transmisibilidad supone que todo arte, a diferencia de las capacidades naturales (como la vista, el olfato etc.), es comunicable mediante el aprendizaje, es decir, gracias a la exposición de las reglas que le son propias y mediante el ejemplo. En esto la técnica también se distingue de la experiencia. Además, el hecho de que aquella pueda ser enseñada, y la otra no, es signo de mayor complejidad en el saber.
Luego, Aristóteles presenta la distinción en artes útiles y artes agradables que, como vimos, ya estaba esbozada en República. Eduardo Sinnott, señala que las artes o bien completan lo que la naturaleza no llega a hacer o bien imitan lo que la naturaleza y el hombre han hecho. Éstas últimas, las artes imitativas, no persiguen como fin la satisfacción de ninguna necesidad material, sino su propio ejercicio o contemplación. Las artes imitativas se corresponden, salvo en detalles, con las que nosotros llamaríamos “bellas artes”.
Aristóteles agrega, en su Metafísica, que la invención de las técnicas generó admiración para sus inventores, pero no por la utilidad que se derivaba de sus invenciones, sino porque ello ponía de manifiesto la sabiduría de sus creadores. Pero como unas fueron inventadas para satisfacer necesidades y otras para el agrado, los inventores de estas últimas fueron tenidos por más sabios, y se les otorgó mayor consideración. Sin embargo, Aristóteles aclara que la ciencia no tiene como meta ni la necesidad ni el placer.
Lo que aquí interesa, entonces, es el análisis que Aristóteles hace en la Poética sobre las artes imitativas en particular, esto es, aquellas artes que no satisfacen necesidades y que pueden ser denominadas poíetike tékhne.
El capítulo I de la Poética tiene como objeto exponer lo que sería el “sistema de las artes”, determinar la naturaleza específica de la poética y determinar las especies del género poético. Todas las especies de la poética coinciden en su naturaleza mimética, pero se distinguen entre sí a partir de tres criterios: a) el medio con el que imitan; b) el objeto que imitan y c) el modo en el que imitan. No obstante, la naturaleza mimética no es sólo propia de la poesía propiamente dicha sino de muchas otras “artes bellas”.
De acuerdo con el criterio de los medios de la imitación las artes imitativas se dividen en tres grupos: a) las artes plásticas, que imitan por medio del color y la figura (pintura, escultura arquitectura); b) las artes fónicas, que imitan por medio de la voz; c) la poesía propiamente dicha que imita por medio del lenguaje, la armonía y el ritmo.
Las especies de la poesía se distinguen, a su vez, por el hecho de emplear diversamente los medios que le son propios. Por ejemplo, la música instrumental (aulética y citarística) emplea sólo la armonía y el ritmo. La danza sólo emplea el ritmo. Luego están las que emplean sólo el lenguaje, ya sea “desnudo” (prosa) –como los diálogos socráticos o el mimo– o en verso[11] (con métrica) –como la poesía épica. Esta especie no tenía un nombre común para los griegos, aunque nosotros lo llamaríamos literatura, ya sea en prosa o en verso. Por último, están las que emplean los tres medios a la vez, sólo que algunas (e.g. el ditirambo y en nomo) los emplean al mismo tiempo y otras (e.g. la tragedia y la comedia) los emplean alternadamente.
El segundo criterio de distinción de los productos de la mímesis era el objeto de la imitación. La imitación es imitación de la acción (praxis) y de los que actúan. Dado que las acciones humanas y sus agentes pueden ser buenas o malas, las imitaciones pueden mostrar a los hombres como mejores, como peores, o tal cual como son.
El tercer criterio de distinción es el modo en que se realiza la imitación. Siguiendo este criterio, la imitación se puede hacer o bien narrando, o bien imitando. El género narrativo emplea el discurso indirecto, esto es, presenta un narrador que habla en tercera persona de los personajes. El género dramático es imitativo por excelencia, la dramática emplea exclusivamente el discurso directo, en ella nunca hay un narrador que hable por sí mismo, el autor habla en primera persona como si fuese cada uno de los personajes. Ahora bien el género narrativo presenta dos subespecies: una pura, en la que no hay rastro alguno de discurso directo, o sea, el autor nunca hace como si fuese uno de los personajes; y otra mixta en la que el autor recurre al discurso directo, pero sólo hasta cierto punto[12].
Estos tres criterios de distinción para clasificar los productos de la mimesis son sistematizados por Aristóteles. Pero ya se encontraban esbozados en República.

La “ciencia” filosófica
En Metafísica, Aristóteles señala que la ciencia no tiene como meta ni el placer ni la utilidad. La verdadera ciencia, es decir, la filosofía, tiene como meta la sabiduría. A su vez, "se concibe generalmente a la llamada sabiduría como ocupada de las primeras causas y principios” (981b, 30). Luego, establece una jerarquía de los saberes: primero se halla la ciencia teórica; segundo, la técnica; tercero, la experiencia; y último la mera sensación. De este modo, el técnico es más sabio que el empírico, pero que el que cultiva la verdadera ciencia es más sabio que el técnico, esto es, que cualquier ciencia productiva. Aristóteles no da un nombre al “científico”, pero es evidente que se trata del filósofo y sería él el único que busca la verdadera sabiduría. A su vez, “la sabiduría es la ciencia que se ocupa de determinados principios y de determinadas causas” (982a, 1).
Luego, Aristóteles presenta una serie de opiniones que comúnmente se tienen respecto del sabio y la sabiduría y, a partir de esas opiniones corrientes, saca una serie de conclusiones propias que arrojan luz sobre la naturaleza de la verdadera ciencia.
1-                      El sabio lo sabe todo en la medida de lo posible, sin tener la ciencia de cada cosa en particular. Corolario: el saberlo todo pertenece necesariamente al que posee en sumo grado la ciencia universal.
2-                      El sabio es aquel que puede conocer las cosas difíciles y no de fácil acceso para el conocimiento humano más corriente, que es el sensible. Corolario: el conocimiento más difícil para los hombres es el de las cosas más universales porque son las que están más alejadas de los sentidos.
3-                      El más sabio en cualquier ciencia es aquel que conoce con más exactitud y es más capaz de enseñar las causas de aquello sobre los que versa su ciencia. Corolario: las ciencias son más exactas cuanto más directamente se ocupan de los primeros principios; y la ciencia que se ocupa de las causas primeras es también la más susceptible de ser enseñada puesto que enseñar consiste en mostrar las causas.
4-                      Se considera “sabiduría” en mayor medida a aquellas ciencias a las que se elige por sí mismas y por el saber que proporcionan, que a las que se busca a causa de sus resultados. Corolario: El conocer y el saber, considerados en sí mismos, se encuentran fundamentalmente en la ciencia que versa sobre lo más cognoscible; y lo más cognoscible son los primeros principios y las causas primeras (pues mediante ellos y a partir de ellos se conocen las demás cosas).
5-                      Se considera “sabiduría” en mayor medida a la ciencia dominante antes que a la subordinada, porque es propio del sabio dar órdenes y no recibirlas. El más sabio no debe obedecer a otros, sino que los menos sabios deben obedecerle a él.  Corolario: la ciencia dominante, y superior a la subordinada, es la que conoce el fin por el que debe hacerse cada cosa. El fin de cada cosa es el bien que le es propio, y el fin de la naturaleza toda es el bien supremo.
Luego, de estas opiniones y sus corolarios, Aristóteles señala que “el nombre buscado” recae sobre la misma ciencia, que es la que se ocupa de primeros principios y las causas primeras. Y concluye “que [ésta] no se trata de una ciencia productiva [es decir, de una técnica] es evidente ya por los que primero filosofaron” (982b 10-13). Esto confirma que la ciencia teórica es la filosofía y despeja cualquier duda al respecto.


La disolución del antagonismo
En el capítulo IV de la Poética, Aristóteles expone los dos fundamentos antropológicos de la poética. Por un lado, el imitar es connatural al hombre desde su infancia. Además, el hombre halla agrado al contemplar los productos de las imitaciones y logra sus primeros conocimientos de ese modo. “La causa de eso es que el aprender es cosa muy agradable no solamente para los filósofos sino también para los demás hombres; sólo que éstos toman parte en él en escasa medida. Se halla, en efecto, agrado en mirar las imágenes porque ocurre que al contemplarlas se aprende” (1448b 13-16). Por otro lado, el ritmo y la armonía también son naturales en el hombre. La poesía tiene su origen en estas dos tendencias naturales, que se fueron desarrollando a partir de las improvisaciones. A partir de allí, ella se dividió de acuerdo a los caracteres propios de los autores, puesto que los más serios buscaban imitar las acciones buenas, mientras que los vulgares imitaron las malas.
De las especies poéticas que se han visto, la comedia es imitación de hombres inferiores. La epopeya o épica, al igual que la tragedia, es imitación en verso de acciones elevadas, pero ambas difieren en el modo de la imitación: mientras que la épica es narrativa, la tragedia pertenece al género dramático.
Recurriendo a los tres criterios de distinción, Aristóteles define a la tragedia del siguiente modo (1449b 21-31). En cuanto a su objeto, ella es una imitación de una acción elevada, acción que, además, es completa y posee medida. En lo que hace a los medios, posee un lenguaje sazonado en cada una de sus partes. Lo que se quiere decir con “lenguaje sazonado” es que la tragedia apela a los tres medios de imitación: el lenguaje, el ritmo y la armonía. En lo que toca al modo de la imitación, la tragedia imita “actuando”, esto es, empleando el estilo directo, en el cual el autor habla como si fuese cada uno de los personajes. El último aspecto a la definición de la tragedia, que tiene que ver con sus resultados. En el plano de los efectos, la tragedia suscita temor (phóbos) y conmiseración (éleos) y, a través de estos afectos, produce su purificación (kátharsis).
En la Poética, Aristóteles no define en ningún momento lo que entiende por temor o conmiseración, o en qué consistiría la katharsis de esos afectos. Sin embargo, en su Retórica, él aborda este asunto. El temor consiste en “una pena o turbación ocasionada por la representación de un mal inminente, capaz de causar destrucción o pena” (1382a). A su vez, la compasión consiste en “una pena causada por la presencia de un mal que aparece dañoso o afligente para quién no merece tal suerte, mal que uno mismo o alguno de los suyos teme que podría padecer, y esto, cuando pareciere próximo” (1385b). Sin embargo, “los que reproducen los hechos ayudándose de los gestos, la voz, el vestido, y en general la mímesis, mueven más a compasión, pues al poner el mal ante los ojos, hacen que parezca más cercano, bien sea como futuro o como pasado” (1386b). Aquí evidentemente se está refiriendo a la tragedia.
Si bien en la Política, Aristóteles reconoce ciertos efectos éticos para la música, Eduardo Sinnott señala que es casi unánime la opinión entre los especialistas que la kátharsis tiene un sentido curativo, más que ético. Aún así es difícil decir si el efecto emotivo producido por la tragedia es momentáneo o logra imprimirse en el ethos del espectador produciendo efectos morales más duraderos. Tampoco es función de la tragedia presentar modelos o ejemplos a seguir, medio por el cual podría producir una función educativa o formativa. En términos generales, la tragedia no es apta para mostrar que la acción buena es premiada y que la acción mala es castigada. Así que, desde éste punto de vista, no parece apropiada como instrumento pedagógico.
A pesar de coincidir con Platón en que no sería un instrumento pedagógico adecuado, Aristóteles no saca las mismas conclusiones que aquél respecto de la tragedia. En términos generales, éste no la condena, sino que incluso enfatiza esos efectos purificadores que se han visto. Además, tampoco propone su regulación o su prohibición. Lo que explica esto es, para Sinnott, que la reflexión aristotélica se sitúa en un punto más sutil. Él reconoce el interés humano que la tragedia conlleva, no por su valor educativo, sino por su valor hermenéutico. La construcción poética muestra, de un modo no teórico, que la acción humana tiene sentido y así la hace comprensible. La tragedia presenta a la acción humana desde el ángulo de la universalidad, sacándola del azar y la contingencia al que, de otro modo, quedarían arrojadas. La capacidad de este género para exponer, por ejemplo, la tragedia del mal inmerecido, lejos de tener efectos negativos, como creía Platón, tiene para Aristóteles un efecto positivo. La tragedia permite mostrar, de modo contundente, los límites en los que se circunscribe la acción humana, permite mostrar la posibilidad permanente del error. La tragedia pone en evidencia la condición falible del género humano.
Esto puede verse claramente en el capítulo IX de la Poética, donde Aristóteles sostiene que “la función específica del poeta no es decir las cosas que ocurrieron, sino decir las cosas como podrían ocurrir, esto es, las cosas posibles según su verosimilitud y necesidad” (1451a 36- 1451b 1). En otros términos: el relato poético no expone los hechos efectivamente ocurridos, tal como ellos ocurrieron realmente, sino que expone la necesidad que conecta los hechos –ficticios o no– que ocurren en la trama. El estudio histórico, en cambio, si expone los hechos tal como ellos ocurrieron, sin mostrar la necesidad con que ellos ocurren. Esto es lo que las diferencia y no el uso del verso. En suma, la Historia expone lo particular, mientras que la poesía versa sobre lo universal, y por eso ésta es superior y más filosófica que aquella.
Para Aristóteles, lo universal es que un hombre de determinada cualidad diga o haga las cosas que responden a su forma de ser. La relación que existe entre caracteres y acciones es universal. Así la tragedia, y la poesía dramática en general, puede presentar personajes ficticios o reales, acciones ficticias o tal como han sido transmitidas. Sea como fuere, lo central es la verosimilitud y necesidad con que se presentan los hechos que componen la trama. Y esto es absolutamente independiente de la realidad de los hechos o la verdad del relato. Por eso, los hechos de la trama no están sometidos a un criterio de veracidad, sino de necesidad y verisimilitud.
Es por esto que Sinnott acertadamente señala que no debe hacerse énfasis en el sentido literal de la palabra imitación. Entender a la mímesis  propia de la tragedia como una copia en sentido estricto pasa por alto el sentido constructivo que esta actividad tiene. Hablar de imitación de una realidad preexisten omite la autonomía que la mimesis poética tiene respecto de un referente real. Sus productos no concuerdan con la realidad, más bien divergen de ella. Los productos de la mimesis poética no son reales y particulares, sino posibles y universales. La trama es una construcción que puede o no presentar hechos reales, pero su exposición se halla subordinada al ordenamiento de esa trama y a la necesidad con que deben ser expuestos.
Para Aristóteles, lo que el poeta produce es una totalidad de sentido imaginaria que es neutral respecto de la verdad o la falsedad. No puede ser sometida al criterio de veracidad. Debe ser verosímil, en el sentido de ser aceptable como acciones que podrían haber ocurrido, y debe ser creíble, en el sentido de armonizar con las opiniones corrientes, con el sentido común del público. El ámbito de la mimesis no es el de la verdad. La poesía no busca la verdad, en cambio, propone un acercamiento espontáneo, pre-científico, a las cosas. Pero, al expresar relaciones probables, entra en el terreno de la universalidad, cosa que la aleja de la Historia y la acerca a la filosofía, aunque siempre manteniendo una distancia respecto de ésta.
Por esta razón, en Aristóteles, el conflicto entre poesía y filosofía no se manifiesta. Casi podríamos que éste le da una suerte de solución. La filosofía es, como ya se ha dicho, el saber que busca la sabiduría y para ello se ocupa de indagar las causas primeras. La poesía, en cambio, es una tékhne que –como vimos– supone un conocimiento, y se origina en un deseo de saber, pero que se halla explícitamente subordinada a la ciencia teórica. Sin embargo, esto no representa un conflicto, como para Platón, porque el fin de la poesía es otro muy distinto al de exponer la verdad. El fin de la poesía es el de producir el efecto emotivo que se ha visto: suscitar temor y conmiseración y, por ese medio, purificar esos afectos.


Conclusión

Hasta aquí se ha procurado exponer en qué consiste, para Platón y Aristóteles, la técnica en general. Se intentó mostrar qué clase de técnica es la mímesis y de que naturaleza son sus productos. Asimismo, se intento precisar, más específicamente, la naturaleza poética de esos productos y la forma en que ellos deben ser clasificados. Dentro de los productos de la mímesis poética cobra especial relevancia, para ambos autores, la tragedia. Ésta, como una de las formas de poesía, será considerada por los filósofos, pero de modos muy divergentes en su evaluación. También se procuró decir algo respecto de la supuesta condición de inspirado de los poetas. Asimismo, se procuró explicar lo que ambos autores entendían por filosofía. Y, finalmente, nos hemos concentrado en el conflicto entre poesía y filosofía. Ahora, podemos presentar unos comentarios finales a modo de recapitulación y conclusión.
En el caso de Platón, se procuró mostrar que, en lo que hace a la filosofía, existe una crucial desproporción entre sus metas y sus resultados. La filosofía es un tipo de saber que se propone alcanzar lo más elevado. Ella busca alcanzar el mundo de las ideas, esto es, la esencia de las cosas, más allá de su manifestación sensible. Se propone alcanzar el mundo del verdadero ser; en una palabra: la verdad. Sin embargo, con tan altos propósitos, las posibilidades de éxito son escazas. La filosofía busca alcanzar el conocimiento de lo más importante y, por ello mismo, de lo más difícil. La idea de bien, de justicia, de lo bello en sí son sus metas, pero de ningún modo está garantizado que la filosofía pueda demostrar su existencia y, mucho menos, exponer su contenido. Esto se pone de manifiesto en numerosos pasajes de la vasta obra de Platón.
En República, primero Adimanto y, luego, Glaucón, le reclaman Sócrates que diga en qué consiste el conocimiento superior, sin el cual ningún otro conocimiento tiene sentido: la idea de bien. Ahora bien, cuando Sócrates se ve en la situación de tener que explicar esta idea, comienza a dar rodeos y termina confesando que este conocimiento no está a su alcance. A cambio, ofrece sustitutos y metáforas. Propone hablar del hijo, dejando para otra oportunidad el discurrir sobre el padre. También ofrece la metáfora del sol, pero la idea de bien nunca es definida.
Otro diálogo en el que puede apreciarse la desproporción entre las metas de la filosofía y sus resultados es el Hipías Mayor. Allí Sócrates desafía a Hipías a que le responda qué es lo bello. Mientras que éste responde, aquel se ocupa de desarticular cada una de las respuestas del sofista. No obstante, cuando le llega su oportunidad de definir qué es lo bello, se limita a decir: “cosa difícil, lo bello”.
Estos episodios reafirman que la filosofía es más una búsqueda que una respuesta, es más un camino que una llegada. Para decirlo más precisamente: ella tiene un carácter cetético, es una forma de conocimiento que se opone radicalmente a todo dogmatismo. Su carácter cetético impide a la filosofía dar por válida cualquier afirmación que no esté debidamente fundada. Esto, si bien la hace defensora de una búsqueda sin concesiones de la verdad, la condena a ser incapaz de mostrar resultados fehacientes. Sin embargo, el hecho de no poder mostrar la verdad de valores como el bien, la justicia o la belleza, no conduce a la filosofía a abandonar irresponsablemente esos valores; vicio en el que si incurre la poesía. Esto se puede apreciar en el episodio en el cual Glaucón y Adimanto cuestionan los argumentos que Sócrates ofrece para demostrar que la justicia es un bien en sí. Los partenaires de Sócrates parecen defender la injusticia, pero él se demuestra maravillado por el hecho de que, después de haber hablado tan brillantemente en favor de la injusticia, no estén convencidos de que ésta es superior a la justicia. En honor a sus discutidores, Sócrates, a pesar de desconfiar de sus capacidades para demostrar que la justicia es un bien, acomete la tarea, porque no puede traicionar tan noble causa. En definitiva, esta actitud de responsabilidad, es coherente con la filosofía porque si es cierto que no está demostrado que la justicia sea un bien, tampoco está demostrado que no lo sea. Es de filósofos no renunciar nunca a esa tarea.
La poesía, sobre todo la trágica, es, en cambio, irresponsable y dogmática; y esto la torna peligrosa para la educación de los jóvenes. Es dogmática porque concluye muy rápidamente (y sin que haya sido demostrado) que los dioses son caprichosos y que el cosmos no está ordenado conforme al bien. Esto no sería tan problemático si la poesía no fuese lo que es, algo que agrada enormemente a los hombres. Si nadie escuchase a los poetas, no habría problema. El problema es que todos escuchan a los poetas y muy pocos a los filósofos. Esto es así porque aquellos agradan más y, por lo general, se suele prestar más atención a aquello que agrada. Esto la hace más peligrosa, ya que la opinión corriente está muy dispuesta a prestar su consentimiento a las afirmaciones de los poetas porque ellos las presentan de forma agradable.
El problema de la popularidad de los poetas se completa con el descredito al que la filosofía está sometida en la Grecia del siglo IV a.C. Piénsese solamente en la metáfora del barco que aparece en República, dónde el capitán-filósofo es asesinado por la multitud de marineros; y el intento de tornar el mote de “loco” en algo positivo, de Fedro. Si los poetas presentan sus afirmaciones de forma agradable y a los filósofos se los considera como “hombres preocupados por sutilezas”, “mendigos” o locos, el panorama es desastroso. Si, además, los poetas –como Homero– tienen fama de tener conocimiento verdadero sobre lo que versan, y a la filosofía se la considera como vanos circunloquios, la búsqueda de la verdad está perdida. Pero el problema no sólo es de la filosofía, sino también de la ciudad, ya que las afirmaciones irresponsables de los poetas conducen a los hombres a abandonar valores cruciales como el bien y la justicia.
Esto ocurre, en parte, por el propio carácter de la filosofía. Si la filosofía fuese capaz de alcanzar lo que se propone y fuese capaz de exponerlo, también podría demostrar incontrovertiblemente su superioridad frente a la poesía. Y si fuese tan claro que la filosofía es superior a la poesía, no habría conflicto alguno. Sin embargo, hay conflicto, justamente, porque la filosofía no alcanza su meta y no puede demostrar su superioridad. La poesía, en cambio, si alcanza –y con creces– lo que promete: agradar. He aquí el origen del conflicto entre poesía y filosofía.
Por esta razón, Platón, que está convencido de la superioridad de la filosofía, termina imponiéndola al no poder demostrarla. Él está seguro de que la filosofía es superior porque no abandona, dogmatica e irresponsablemente, valores como el bien y la justicia. Sin embargo, ante la imposibilidad de exponer esas ideas, la poesía permanece como un rival popular de la filosofía. Platón recurre, entonces, a una estrategia doble. Primero, a la imposición política de República y, luego, a demostraciones alegóricas de la superioridad de la que está convencido. Esto puede apreciarse en Fedro, donde, por medio del mito de las almas, Platón intenta mostrar las ventajas de la filosofía. En Banquete, el simposio que se celebra debía terminar en un elogio de Agatón, el poeta trágico que es dueño de la casa, y una de cuyas obras ha sido, además, recientemente premiada en un certamen. Sin embargo, Alcibíades hace un elogio de Sócrates –el filósofo– y no de Agatón. Más aún, cuando Sócrates se dispone a encomiar a Agatón, irrumpe una cohorte de borrachos y el encomio al poeta trágico nunca se produce. Como remate final, el narrador –Aristodemo– se duerme y lo último que recuerda es que Sócrates está exponiendo frente a Agatón y Aristófanes, quienes no lo escuchan por estar borrachos y casi dormidos. El tono irónico es evidente: la superioridad del filósofo sobre el poeta trágico y el cómico se ha impuesto no por raciocinios, sino por el hecho de que ha logrado permanecer despierto y sobrio.
Aristóteles toma un camino diferente que le permite no prestar mayor atención al conflicto entre poesía y filosofía. Es más, casi podría decirse que él encuentra una solución a lo que, para Platón, es un conflicto. Aristóteles expone con toda naturalidad que, como saber, la ciencia teórica es superior a la poesía. La filosofía es mucho más “ciencia” y mucho más “sabiduría” que la poesía.
Sin embargo, el punto no está tanto en esta jerarquía, sino en el hecho de que sus fines son distintos. La filosofía, según Aristóteles, es la ciencia que busca el conocimiento de las causas primeras. Su fin es el conocimiento de los primeros principios, que no son otra cosa que el bien. La poesía trágica, en cambio, tiene un fin completamente distinto. Su meta y fin propio son la producción del efecto emotivo que ya se ha explicado. La tragedia no tiene como meta acercarse a la verdad, ella busca suscitar temor y conmiseración y, por esta vía, lograr la katharsis de esos afectos.
Además, sus productos, las obras trágicas, no pueden ser sometidos a criterios de veracidad, son independientes de las nociones de verdad y falsedad. La trama que la tragedia supone relata acciones que deben presentarse como necesarias y verosímiles, pero no hace falta que esos hechos hayan ocurrido efectivamente. De hecho, es la Historia la que se ocupa de la exposición de los hechos particulares que realmente ocurrieron. La tragedia, en cambio, se ocupa de algo que es universal, la relación entre caracteres y acciones implicados en la trama. Esto hace que la poesía sea “más filosófica” que la Historia. Sin embargo, esto no hace que se identifique con la filosofía, porque ésta sí está sujeta a criterios de verdad; mientras que la poesía trágica sólo debe ocuparse de que las acciones que componen la trama sean verosímiles y sean presentados desde el punto de vista de su necesariedad, pero en ningún momento persigue la verdad de sus productos. En el pensamiento aristotélico el conflicto entre poesía y filosofía se diluye, porque cada una tiene fines diferentes.


Bibliografía

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Sinnott, Eduardo: “Introducción” en Aristóteles, Poética, Colihue, Buenos Aires, 2009.




[1] Ruiz Días, Adolfo: “Introducción” en Platón, Ion, EUDEBA, Buenos Aires, 1979, p. 7.
[2] Ibid., p. 16.
[3] “Por ello es justo que sólo la mente del filósofo sea alada, ya que, en su memoria y en la medida de lo posible, se encuentra aquello que siempre es y que hace que, por tenerlo delante, el dios sea divino. El varón, pues, que haga uso adecuado de tales recordatorios, iniciado en tales ceremonias perfectas, sólo él será perfecto. Apartado, así, de humanos menesteres y volcado a lo divino, es tachado por la gente como de perturbado, sin darse cuenta que lo que está es «entusiasmado». Y aquí es, precisamente, a donde viene a parar todo ese discurso sobre la cuarta forma de locura, aquella que se da cuando alguien contempla la belleza de este mundo, y, recordando la verdadera, le salen alas y, así alado, le entran deseos de alzar el vuelo, y no lográndolo, mira hacia arriba como si fuera un pájaro, olvidado de las de aquí abajo, y dando ocasión a que se le tenga por loco. Así que, de todas las formas de «entusiasmo», es ésta la mejor de las mejores, tanto para el que la tiene, como para el que con ella se comunica; y al partícipe de esta manía” (249c-e).
[4] “Aquel, pues, que sin la locura de las musas acude a las puertas de la poesía, persuadido de que, como por arte, va a hacerse un verdadero poeta , lo será imperfecto, y la obra que sea capaz de crear, estando en su sano juicio, quedará eclipsada por la de los inspirados y posesos“ (Fedro, 245a).
[5] “No diremos entonces que sea amante de aprender ni filósofo aquél que siente aversión por las ciencias […] En cambio, al que tiene afición por toda clase de ciencias, y se aplica de buen grado a aprender y se muestra siempre insaciable en materia de enseñanzas, a ese lo llamaremos con justicia filósofo” (475c)
[6] “La ciencia en si es el conocimiento en sí o de todo aquello a que deba aplicarse, sea lo que fuere. Pero una ciencia determinada y de tal o cual clase lo es de tal y determinado conocimiento” (438c)
[7] “¿0 no nos acordamos de que decíamos que tales hombres aman y contemplan bellos sonidos, colores, etc. pero no toleran que se considere como existente lo Bello en sí?Sí, lo recordaremos. – ¿Y comete remos una ofensa si los denominamos 'amantes de la opinión ' más bien que 'filósofos'?” (480a).
[8] Esto se pone de manifiesto en el siguiente pasaje. Sócrates señala, cuando se dispone a tratar el modo en que la ciudad debe tratar a la filosofía, que les quedan por tratar temas que no son fáciles. Adimanto le responde que a pesar de ello es necesario llegar al fin de la demostración. Sócrates le responde: “Si algo lo impide no será el no querer, sino el no poder hacerlo” (497e)
[9] “Pues la filosofía, a pesar del abandono en que se halla, no deja de conservar una dignidad que la coloca por encima de las demás artes” (495d).
[10] Para hacer eso no necesitan buscar la verdad, sino sencillamente imitar. Y, por esta razón, “todos los poetas, empezando por Homero, que cuando en sus ficciones hablan de la virtud o de cualquier otro asunto, no hacen otra cosa que imitar su apariencia y no alcanzan nunca la verdad […]. El creador de imágenes, el imitador, digamos, no entiende nada del ser sino de la apariencia” (600e-601a).
[11] La especie que emplea el lenguaje en verso acarrea una confusión, ya que el sentido común tiende a dividirlas de acuerdo al tipo de verso (la métrica) y no en función de su carácter imitativo, que es lo relevante. Para Aristóteles, esto es un error, ya que mediante el verso también se pueden exponer tratados científicos, como hacía Empédocles, que escribía tratados sobre medicina y ciencia natural, aunque escribiese en verso. Homero también escribe en verso, pero es un poeta, aquél era un fisiólogo. Lo que distingue sus obras no es el verso, sino la imitación: sólo Homero emplea la mimetike tékhne.
[12] Con lo de “hasta cierto punto” no se presenta un criterio cuantitativo (de extensión), esto es, que la mayor parte de la obra este escrita en género indirecto. Sino que se trata de un criterio cualitativo, esto es, que se comprenda que los pasajes de discurso directo, en los que el autor hace como si fuese los personajes, son una interpolación de momentos dramáticos en una narración, en una composición que pertenece al género narrativo.

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